TIEMPOS LITURGICOS

TIEMPOS LITURGICOS

jueves, 8 de octubre de 2015





Centralidad de la Eucaristía
     Desde el principio del cristianismo, a la luz de la fe, se entiende la Eucaristía como la fuente, el centro y el culmen de toda la vida de la Iglesia: como el memorial de la pasión y de la resurrección de Cristo Salvador, como el sacrificio de la Nueva Alianza, como la cena que anticipa y prepara el banquete celestial, como el signo y la causa de la unidad de la Iglesia, como la actualización perenne del Misterio pascual, como el Pan de vida eterna y el Cáliz de salvación. Normalmente, la Misa al principio se celebra sólo el domingo, pero ya en los siglos III y IV se generaliza la Misa diaria.
     La devoción antigua a la Eucaristía lleva en ciertos tiempos y lugares a celebrarla en un solo día varias veces. San León III (+816) celebra con frecuencia siete y aún nueve en un mismo día. Varios Concilios moderan y prohíben estas prácticas excesivas. Alejandro II (+1073) prescribe una Misa diaria: «muy feliz ha de considerarse el que pueda celebrar dignamente una sola Misa» cada día.

Reserva de la Eucaristía
     En los siglos primeros la conservación de las especies eucarísticas se hace normalmente en forma privada, y tiene por fin la comunión de los enfermos, presos y ausentes. Las persecuciones y la falta de templos hacían impensable un culto más formal de adoración eucarística. Al cesar las persecuciones, la reserva de la Eucaristía va tomando formas externas cada vez más solemnes.
     Las Constituciones apostólicas –hacia el 380– disponen ya que, después de distribuir la comunión, las especies sean llevadas a un sacrarium. El sínodo de Verdún, del siglo VI, manda guardar la Eucaristía «en un lugar eminente y honesto, y si los recursos lo permiten, debe tener una lámpara permanentemente encendida». Las píxides de la antigüedad eran cajitas preciosas para guardar el pan eucarístico. León IV (+855) dispone que «solamente se pongan en el altar las reliquias, los cuatro evangelios y la píxide con el Cuerpo del Señor para el viático de los enfermos».
     Estos signos expresan la veneración cristiana antigua al cuerpo eucarístico del Salvador y su fe en la presencia real del Señor en la Eucaristía. Sin embargo, la reserva eucarística tiene entonces como fin exclusivo la comunión de enfermos y ausentes; pero no todavía el culto a la Presencia real.

La adoración eucarística dentro de la Misa
     Ha de advertirse en todo caso que ya por esos siglos el cuerpo de Cristo recibe de los fieles, dentro de la misma Misa, signos claros de adoración, que aparecen prescritos en las antiguas liturgias. Especialmente antes de la comunión –Sancta santis, lo santo para los santos–, los fieles realizan inclinaciones y postraciones:
     «San Agustín decía: “nadie coma de este cuerpo, si primero no lo adora”, añadiendo que no sólo no pecamos adorándolo, sino que pecamos no adorándolo» (Pío XII, 1947, Mediator Dei 162).
     Por otra parte, la elevación de la hostia, y más tarde del cáliz, después de la consagración, suscita también la adoración interior y exterior de los fieles. Hacia el 1210 la prescribe el obispo de París, antes de esa fecha es practicada entre los cistercienses, y a fines del siglo XIII es común en todo el Occidente. En 1906, San Pío X, «el papa de la Eucaristía», concede indulgencias a quien mire piadosamente la hostia elevada, diciendo «Señor mío y Dios mío». Aún perdura esta devoción preciosa en algunas Iglesias de América hispana: en la consagración se oye un rumor suave que sale de la asamblea cristiana: «Señor mío y Dios mío».

Primeras manifestaciones del culto a la Eucaristía fuera de la Misa
     La adoración de Cristo en la misma celebración de la Misa es vivida desde el principio. Pero la adoración de la Presencia real fuera de la Misa se va configurando como devoción propia a partir del siglo IX, con ocasión de las controversias eucarísticas. Por esos años, al simbolismo de un Ratramno, se opone con fuerza el realismo de un Pascasio Radberto, que acentúa la presencia real de Cristo en la Eucaristía, aunque no siempre en términos exactos.
     Conflictos teológicos análogos se producen en el siglo XI. La Iglesia reacciona con prontitud y fuerza contra el simbolismo eucarístico de Berengario de Tours (+1088). Su doctrina es impugnada por teólogos como Anselmo de Laón (+1117) o Guillermo de Champeaux (+1121), y es inmediatamente condenada por un buen número de Sínodos (Roma, Vercelli, París, Tours), y sobre todo por los Concilios Romanos de 1059 y de 1079 (retractaciones de Berengario: Denz 690 y 700). Merece la pena conocer cómo era la admirable retractatio hecha en 1079 por un hereje, vuelto a la fe católica [quiera Dios que retractaciones semejantes se exijan hoy a tantos autores católicos caídos en herejía]:

     «Yo, Berengario, creo de corazón y confieso de boca que el pan y el vino que se ponen en el altar, por el misterio de la sagrada oración y por las palabras de nuestro Redentor, se convierten substancialmente en la verdadera, propia y vivificante carne y sangre de Jesucristo, nuestro Señor; y que después de la consagración son el verdadero cuerpo de Cristo que nació de la Virgen y que ofrecido por la salvación del mundo, estuvo pendiente de la cruz y está sentado a la derecha del Padre; y la verdadera sangre de Cristo, que se derramó de su costado, no sólo por el signo y virtud del sacramento, sino en la propiedad de la naturaleza y verdad de la sustancia, como en este breve se contiene y yo he leído y vosotros entendéis. Así lo creo y en adelante no enseñaré contra esta fe. Así Dios me ayude y estos santos Evangelios de Dios» (ib. 700). Ésa es la fe católica: en el Sacramento está presente totus Christus, en alma y cuerpo, como hombre y como Dios.

     Estas enérgicas afirmaciones de la fe van acrecentando más y más en el pueblo la devoción a la Presencia real de nuestro Señor Jesucristo en la Eucaristía. Veamos algunos ejemplos.
     A fines del siglo IX, la Regula solitarium establece que los ascetas reclusos, que viven en lugar anexo a un templo, estén siempre por su devoción a la Eucaristía en la presencia de Cristo. En el siglo XI, Lanfranco, arzobispo de Canterbury, establece una procesión con el Santísimo en el domingo de Ramos. En ese mismo siglo, durante las controversias con Berengario, en los monasterios benedictinos de Bec y de Cluny existe la costumbre de hacer genuflexión ante el Santísimo Sacramento y de incensarlo. En el siglo XII, la Regla de los reclusos prescribe: «orientando vuestro pensamiento hacia la sagrada Eucaristía, que se conserva en el altar mayor, y vueltos hacia ella, adoradla diciendo de rodillas: “¡salve, origen de nuestra creación!, ¡salve, precio de nuestra redención!, ¡salve, viático de nuestra peregrinación!, ¡salve, premio esperado y deseado!”».
      En todo caso, conviene recordar que «la devoción individual de ir a orar ante el sagrario tiene un precedente histórico en el monumento del Jueves Santo a partir del siglo XI, aunque ya el Sacramentario Gelasiano habla de la reserva eucarística en este día… El monumento del Jueves Santo está en la prehistoria de la práctica de ir a orar individualmente ante el sagrario, devoción que empieza a generalizarse a principos del siglo XIII» (A. Olivar, El desarrollo del culto eucarístico fuera de la Misa, «Phase» 1983, 192).

José María Iraburu, Consiliario diocesano ANE de la Archidiócesis de Pamplona

No hay comentarios: