TIEMPOS LITURGICOS

TIEMPOS LITURGICOS

viernes, 31 de octubre de 2008

El Espíritu Santo en la vida de la Iglesia primitiva

1. La venida del Espíritu Santo el día de Pentecostés es un acontecimiento único, que sin embargo, no se agota en sí mismo. Al contrario, es el inicio de un proceso duradero, del que los Hechos de los Apóstoles sólo nos narran las primeras fases. Se refieren, ante todo a la vida de la Iglesia en Jerusalén, donde los Apóstoles, tras haber dado testimonio de Cristo y del Espíritu y después de haber conseguido las primeras conversiones, debieron defender el derecho a la existencia de la primera comunidad de los discípulos y seguidores de Cristo frente al Sanedrín. Los Hechos nos dicen que, también frente a los ancianos, los Apóstoles fueron asistidos por la misma fuerza recibida en Pentecostés: quedaron “llenos del Espíritu Santo” (cf., por ejemplo, Hch 4, 8).
Esta fuerza del Espíritu se manifiesta operante en algunos momentos y aspectos de la vida de la comunidad jerosolimitana, de la que los Hechos hacen una particular mención.

2. Resumámoslos sucintamente, comenzando por la oración unánime en que la comunidad se recoge cuando los Apóstoles, de vuelta del Sanedrín, refirieron a los “hermanos” cuanto habían dicho los sumos sacerdotes y los ancianos: “Todos a una elevaron su voz a Dios...” (Hch 4, 24). En la hermosa oración que nos refiere Lucas, los orantes reconocen el plan de Dios en la persecución, recordando cómo Dios ha hablado “por el Espíritu Santo” (4, 25) y citan las palabras del Salmo 2 (vv. 1-2) sobre las hostilidades desencadenadas por los reyes y pueblos de la tierra “contra el Señor y contra su Ungido”, aplicándolas a la muerte de Jesús: “Porque verdaderamente en esta ciudad se han aliado Herodes y Poncio Pilato con las naciones y los pueblos de Israel contra tu santo siervo Jesús, a quien has ungido, para realizar lo que en tu poder y en tu sabiduría habías predeterminado que sucediera. Y ahora, Señor, ten en cuenta sus amenazas y concede a tus siervos que puedan predicar tu Palabra con toda valentía” (Hch 4, 7-29).
Es una oración llena de fe y de abandono en manos de Dios, y al final de la misma se realiza una nueva manifestación del Espíritu y casi un nuevo acontecimiento de Pentecostés.

3. “Acabada su oración, retembló el lugar donde estaban reunidos” (Hch 4, 31). Por consiguiente, se realiza una nueva manifestación sensible del poder del Espíritu Santo, como había acontecido en el primer Pentecostés. También la alusión al lugar en que la comunidad se halla reunida confirma la analogía con el Cenáculo, y significa que el Espíritu Santo quiere envolver a toda la comunidad con su acción transformante. Entonces “todos quedaron llenos del Espíritu Santo”, no sólo los Apóstoles que habían afrontado a los jefes del pueblo, sino también todos los “hermanos” (4, 23) reunidos con ellos, que son el núcleo central y más representativo de la primera comunidad. Con el nuevo entusiasmo suscitado por la nueva “plenitud” del Espíritu Santo ―dicen los Hechos― “predicaban la Palabra de Dios con valentía” (Hch 4, 31). Eso demostraba que había sido escuchada la oración que habían dirigido al Señor: “Concede a tus siervos que puedan predicar tu Palabra con toda valentía” (Hch 4, 29).
El “pequeño” Pentecostés marca, por tanto, un nuevo inicio de la misión evangelizadora después del juicio y del encarcelamiento de los Apóstoles por parte del Sanedrín. La fuerza del Espíritu Santo se manifiesta especialmente en la valentía, que ya los miembros del Sanedrín habían notado en Pedro y Juan, no sin quedar maravillados “sabiendo que eran hombres sin instrucción ni cultura” y “reconociendo... que habían estado con Jesús” (Hch 4, 13). Ahora los Hechos subrayan de nuevo que “llenos del Espíritu Santo predicaban la Palabra de Dios con valentía”.

4. También toda la vida de la comunidad primitiva de Jerusalén lleva las señales del Espíritu Santo, que es su guía y su animador invisible. La visión de conjunto que ofrece Lucas nos permite ver en aquella comunidad casi el tipo de las comunidades cristianas formadas a lo largo de los siglos, desde las parroquiales a las religiosas, en las que el fruto de la “plenitud del Espíritu Santo” se concreta en algunas formas fundamentales de organización, parcialmente recogidas en la misma legislación de la Iglesia.
Son principalmente las siguientes: la “comunión” (koinonía) en la fraternidad y en el amor (cf. Hch 2, 42), de forma que se podía decir de aquellos cristianos que eran “un solo corazón y una sola alma” (Hch 4, 32); el espíritu comunitario en la entrega de los bienes a los Apóstoles para la distribución a cada uno según sus necesidades (Hch 4, 34-37) o en su uso cuando se conservaba su propiedad, de modo que “nadie llamaba suyos a sus bienes” (4, 32; cf. 2, 44-45; 4, 34-37); la comunión al escuchar asiduamente la enseñanza de los Apóstoles (Hch 2, 42) y su testimonio de la resurrección del Señor Jesús (Hch 4, 33); la comunión en la “fracción del pan” (Hch 2, 42), o sea, en la comida en común según el uso judío, en la que sin embargo los cristianos insertaban el rito eucarístico (cf. 1 Co 10, 16; 11, 24; Lc 22, 19; 24, 35); la comunión en la oración (Hch 2, 42. 46-47). La Palabra de Dios, la Eucaristía, la oración, la caridad fraterna, eran, por tanto, el ámbito dentro del cual vivía, crecía y se fortalecía la comunidad.

5. Por su parte los Apóstoles “daban testimonio con gran poder de la resurrección del Señor Jesús” (4, 33) y realizaban “muchas señales y prodigios” (5, 12), como habían pedido en la oración del Cenáculo: “Extiende tu mano para realizar curaciones, señales y prodigios por el nombre de tu santo siervo Jesús” (Hch 4, 30). Eran señales de la presencia y de la acción del Espíritu Santo, a la que se refería toda la vida de la comunidad. Incluso la culpa de Ananías y Safira, que fingieron llevar a los Apóstoles y a la comunidad todo el precio de una propiedad vendida, quedándose, sin embargo con una parte, es considerada por Pedro una falta contra el Espíritu Santo: “Has mentido al Espíritu Santo” (5, 3); “¿Cómo os habéis puesto de acuerdo para poner a prueba al Espíritu del Señor?” (Hch 5, 9). No se trataba de un “pecado contra el Espíritu Santo” en el sentido en que hablaría el Evangelio (cf. Lc 12, 10) y que pasaría a los textos morales y catequísticos de la Iglesia. Era más bien, un dejar de cumplir el compromiso de la “unidad del Espíritu con el vínculo de la paz”, como diría San Pablo (Ef 4, 3) y, por lo tanto, una ficción al profesar aquella comunión cristiana en la caridad, de la que es alma el Espíritu Santo.

6. La conciencia de la presencia y de la acción del Espíritu Santo vuelven a aparecer en la elección de los siete diáconos, hombres “llenos de Espíritu Santo y de sabiduría” (Hch 6, 3) y, en particular, de Esteban, “hombre lleno de fe y de Espíritu Santo” (Hch 6, 5), que muy pronto comenzó a predicar a Jesucristo con pasión, entusiasmo y fortaleza, realizando entre el pueblo “grandes prodigios y señales” (Hch 6, 8). Habiendo suscitado la ira y los celos de una parte de los judíos, que se levantaron contra él, Esteban no cesó de predicar y no dudó en acusar a aquellos que se le oponían de ser los herederos de sus padres al “resistir al Espíritu Santo” (Hch 7, 51), yendo así serenamente al encuentro del martirio, como narran los Hechos: “Él, lleno del Espíritu Santo, miró fijamente el cielo y vio la gloria Dios y Jesús que estaba en pie a la diestra de Dios...” (Hch 7, 55), y en aquella actitud fue apedreado.
Así la Iglesia primitiva, bajo la acción del Espíritu Santo, añadía a la experiencia de la comunión la del martirio.

7. La comunidad de Jerusalén estaba compuesta por hombres y mujeres provenientes del judaísmo, como los mismos Apóstoles y María. No podemos olvidar este hecho, aunque a continuación aquellos judío-cristianos, reunidos en torno a Santiago cuando Pedro se dirigió a Roma, se dispersaron y desaparecieron poco a poco. Sin embargo, lo que sabemos por los Hechos debe inspirarnos respeto y también gratitud hacia aquellos nuestros lejanos “hermanos mayores”, en cuanto que ellos pertenecían a aquel pueblo jerosolimitano que rodeaba de “simpatía” a los Apóstoles (cf. Hch 2, 47), los cuales “daban testimonio con gran poder de la resurrección del Señor Jesús” (Hch 4, 33). No podemos tampoco olvidar que, después de la lapidación de Esteban y la conversión de Pablo, la Iglesia, que se había desarrollado partiendo de aquella primera comunidad, “gozaba de paz en toda Judea, Galilea y Samaria; se edificaba y progresaba en el temor del Señor y estaba llena de la consolación del Espíritu Santo” (Hch 9, 31).
Por consiguiente, los primeros capítulos de los Hechos de los Apóstoles nos testimonian que se cumplió la promesa hecha por Jesús a los Apóstoles en el Cenáculo, la víspera de su pasión: “Yo pediré al Padre y os dará otro Paráclito para que esté con vosotros para siempre, el Espíritu de la verdad” (Jn 14, 16-17).
Como hemos visto a su tiempo, “Consolador” ―en griego “Parakletos”― significa también Patrocinador o “Defensor”. Y ya sea como Patrocinador o “Defensor”, ya sea como “Consolador”, el Espíritu Santo se revela presente y operante en la Iglesia desde sus inicios en el corazón del judaísmo. Veremos que muy pronto el mismo Espíritu llevará a los Apóstoles y a sus colaboradores a extender Pentecostés a todas las gentes.

JUAN PABLO II Magno-AUDIENCIA GENERALMiércoles 29 de noviembre de 1989

jueves, 30 de octubre de 2008

Solemnidad de Todos los Santos

Durante todo el año celebramos la fiesta de muchos santos famosos. Pero la Iglesia ha querido recordar que en el cielo hay innumerables santos que no cabrían en el calendario. Por eso nos regala esta solemne fiesta de Todos los Santos que abarca a todos nuestros hermanos que ya están en el cielo. Multitudes de santos desconocidos por nosotros pero amadísimos de Dios. Entre ellos pueden haber familiares nuestros, amigos, vecinos...

Universal vocación a la santidad en la Iglesia. La fiesta de Todos los Santos no es solo para recordar sino también una llamada a que vivamos todos nuestra vocación a la santidad, cada uno según su propio estado de vida (como solteros, casados, viudos, consagrados, etc.). El capítulo V de la Constitución Dogmática "Lumen Gentium" (Concilio Vaticano II), lleva por título "Universal vocación a la santidad en la Iglesia". Dios nos creó para que seamos santos. Según Benedicto XVI, "El santo es aquel que está tan fascinado por la belleza de Dios y por su perfecta verdad que éstas lo irán progresivamente transformando. Por esta belleza y verdad está dispuesto a renunciar a todo, también a sí mismo. Le es suficiente el amor de Dios, que experimenta y transmite en el servicio humilde y desinteresado del prójimo".

Desde la Iglesia primitiva, los cristianos siempre hemos venerado a los mártires por su virtud heroica. Al guardar en nuestros corazones sus memorias y su ejemplo, nos animan a vivir también nosotros la radicalidad del Evangelio. Es por ello que se guardan sus reliquias. Estas pueden ser partes de sus cuerpos o de sus ropas u otros artículos asociados con ellos. En la Biblia leemos que los cristianos guardaban hasta las ropas y pañuelos que San Pablo hubiese tocado (Hechos 19,12).

Durante la persecución de Diocleciano (284-305) hubieron tantos mártires que no se podían conmemorar todos. Así surgió la necesidad de una fiesta en común la cual se comenzó a celebrar, aunque en diferentes fechas, a partir del siglo IV.

La Roma pagana observaba el fin del año el 21 de febrero con una fiesta llamada Feralia, para darle descanso y paz a los difuntos. Se rezaba y hacían sacrificios por ellos. Con la cristianización del imperio, los papas pudieron remplazar las prácticas paganas. El 13 de Mayo de 609 o 610, el Papa Bonifacio IV consagró el Panteón Romano (donde antes se honraba a dioses paganos) para ser templo de la Santísima Virgen y de todos los Mártires. Fue así que se comenzó la fiesta para todos los santos. Gregorio III (731-741) la transfirió al 1ro de Noviembre. Gregorio IV (827-844) extendió esta fiesta a toda la Iglesia.

Los Ortodoxos griegos celebran a todos los santos el primer domingo después de Pentecostés.
LETANÍA DE LOS SANTOS

Señor, ten piedad. / Señor, ten piedad.
Cristo, ten piedad. / Cristo, ten piedad.
Señor, ten piedad. / Señor ,ten piedad.
Santa María, Madre de Dios, / Ruega por nosotros.
San Miguel, / Ruega por nosotros.
Santos ángeles de Dios, / Rogad por nosotros.
San Juan Bautista,/ Ruega por nosotros.
San José,/ Ruega por nosotros.
Santos Pedro y Pablo,/ Rogad por nosotros.
San Andrés, / Ruega por nosotros.
San Juan, / Ruega por nosotros.
Santa María Magdalena,/ Ruega por nosotros.
San Esteban, / Ruega por nosotros.
San Ignacio de Antioquía, / Ruega por nosotros.
San Lorenzo, / Ruega por nosotros.
Santas Perpetua y Felicidad, / Rogad por nosotros.
Santa Inés, / Ruega por nosotros.
San Gregorio, / Ruega por nosotros.
San Agustín, / Ruega por nosotros.
San Atanasio, / Ruega por nosotros.
San Basilio,/ Ruega por nosotros.
San Martín, / Ruega por nosotros.
San Benito, / Ruega por nosotros.
Santos Francisco y Domingo, / Rogad por nosotros.
San Francisco Javier,/ Ruega por nosotros.
San Juan María Vianney, / Ruega por nosotros.
Santa Catalina de Siena, / Ruega por nosotros.
Santa Teresa de Avila,/ Ruega por nosotros.
San Raimundo de Peñarfort,/ Ruega por nosotros.
Santos y Santas de Dios, / Rogad por nosotros.
Muéstrate propicio,/ Líbranos, Señor.
De todo mal,/ Líbranos, Señor.
De todo pecado, / Líbranos, Señor.
De la muerte eterna,/ Líbranos, Señor.
Por tu encarnación,/ Líbranos, Señor.
Por tu muerte y resurrección,/ Líbranos, Señor.
Por el envío del Espíritu Santo,/ Líbranos, Señor.
Nosotros, que somos pecadores,/ Te rogamos, óyenos.
Jesús, Hijo de Dios vivo, / Te rogamos, óyenos
Cristo, óyenos/ Cristo, óyenos.
Cristo, escúchanos./ Cristo, escúchanos
¿Podemos orar por los difuntos? ¿Les sirven nuestras oraciones? ¿Cuál es la doctrina católica y la evangélica al respecto?
La Doctrina católica La Biblia nos dice que después de la muerte viene el juicio: «Está establecido que los hombres mueran una sola vez y luego viene el juicio» (Hebr. 9, 27).
Después de la muerte viene el juicio particular donde «cada uno recibe conforme a lo que hizo durante su vida mortal» (2 Cor. 5, 10). Al fin del mundo tendrá lugar el «juicio universal» en el que Cristo vendrá en gloria y majestad a juzgar a los pueblos y naciones. Es doctrina católica que en el juicio particular se destina a cada persona a una de estas tres opciones: Cielo, Purgatorio o Infierno. Las personas que en vida hayan aceptado y correspondido al ofrecimiento de salvación que Dios nos hace y se hayan convertido a El, y que al morir se encuentren libres de todo pecado, se salvan. Es decir, van directamente al Cielo, a reunirse con el Señor y comienzan una vida de gozo indescriptible «Bienaventurados los limpios de corazón -dice Jesús- porque ellos verán a Dios» (Mt. 5, 8). -Quienes hayan rechazado el ofrecimiento de salvación que Dios hace a todo mortal, o no se convirtieron mientras su alma estaba en el cuerpo, recibirán lo que ellos eligieron: el Infierno, donde estarán separados de Dios por toda la eternidad. -Y finalmente, los que en vida hayan servido al Señor pero que al morir no estén aún plenamente purificados de sus pecados, irán al Purgatorio. Allá Dios, en su misericordia infinita, purificará sus almas y, una vez limpios, podrán entrar en el Cielo, ya que no es posible que nada manchado por el pecado entre en la gloria: «Nada impuro entrará en ella (en la Nueva Jerusalén)» (Ap. 21, 27). Aquí surge espontánea una pregunta cuya respuesta es muy iluminadora:
¿Para qué estamos en este mundo? Estamos en este mundo para conocer, amar y servir a Dios y, mediante esto, salvar nuestra alma. Dios nos coloca en este mundo para que colaboremos con El en la obra de la creación, siendo cuidadores de este «jardín terrenal» y para que cuidemos también de los hombres nuestros hermanos, especialmente de aquellos que quizás no han recibido tantos dones y «talentos» como nosotros. Este es el fin de la vida de cada hombre: Amar a Dios sobre todas las cosas y salvar nuestra alma por toda la eternidad.
¿Qué acontece, entonces, con los que mueren? Ya lo dijimos: Los que mueren en gracia de Dios se salvan. Van directamente al cielo. Los que rechazan a Dios como Creador y a Jesús como Salvador durante esta vida y mueren en pecado mortal se condenan. También aquí la respuesta es clara y coincidente entre católicos y evangélicos.
Pero, ¿qué ocurre con los que mueren en pecado venial o que no han satisfecho plenamente por sus pecados? Ahí está la diferencia entre católicos y evangélicos. Los católicos creemos en el Purgatorio. Según nuestra fe católica, el Purgatorio es el lugar o estado por medio del cual, en atención a los méritos de Cristo, se purifican las almas de los que han muerto en gracia de Dios, pero que aún no han satisfecho plenamente por sus pecados. El Purgatorio no es un estado definitivo sino temporal. Y van allá sólo aquellos que al morir no están plenamente purificados de las impurezas del pecado, ya que en el cielo no puede entrar nada que sea manchado o pecaminoso. Ahora bien, según los evangélicos no hay Purgatorio porque no figura en la Biblia y Cristo salva a todos, menos a los que se condenan. Para nosotros, los católicos hay Purgatorio y en cuanto a su duración podemos decir que después que venga Jesús por segunda vez y se ponga fin a la historia de la humanidad, el Purgatorio dejará de existir y sólo habrá Cielo e Infierno. Por consiguiente, según nuestra fe católica, se pueden ofrecer oraciones, sacrificios y Misas por los muertos, para que sus almas sean purificadas de sus pecados y puedan entrar cuanto antes a la gloria a gozar de la presencia divina.
Los evangélicos insisten en que la palabra «Purgatorio» es una pura invención de los católicos y que ni siquiera este nombre se halla en la Biblia. Nosotros argumentamos que tampoco está en la Biblia la palabra «Encarnación» y, sin embargo, todos creemos en ella. Tampoco está la palabra «Trinidad» y todos, católicos y evangélicos, creemos en este misterio. Por tanto, su argumentación no prueba nada. En definitiva, el porqué de esta diferencia es muy sencillo. Ellos sólo admiten la Biblia, en cambio para nosotros, los católicos, la Biblia no es la única fuente de revelación. Nosotros tenemos la Biblia y la Tradición. Es decir, si una verdad se ha creído en forma sostenida e ininterrumpida desde Jesucristo hasta nuestros días es que es dogma de fe y porque el Pueblo de Dios en su totalidad no puede equivocarse en materia de fe porque el Señor ha comprometido su asistencia. Es el mismo caso de la Asunción de la Virgen a los cielos, que si bien no está en la Biblia, la Tradición cristiana la ha creído y celebrado desde los primeros tiempos, por lo que se convierte en un dogma de fe.
Además esto lo ha reafirmado la doctrina del Magisterio durante los dos mil de fe de la Iglesia Católica. La Tradición de la Iglesia Católica La Tradición constante de la Iglesia, que se remonta a los primeros años del cristianismo, confirma la fe en el Purgatorio y la conveniencia de orar por nuestros difuntos. San Agustín, por ejemplo, decía: «Una lágrima se evapora, una rosa se marchita, sólo la oración llega hasta Dios». Además, el mismo Jesús dice que «aquel que peca contra el Espíritu Santo, no alcanzará el perdón de su pecado ni en este mundo ni en el otro» (Mt. 12, 32). Eso revela claramente que alguna expiación del pecado tiene que haber después de la muerte y eso es lo que llamamos el Purgatorio. En consecuencia, después de la muerte hay Purgatorio y hay purificación de los pecados veniales. El Apóstol Pablo dice, además, que en el día del juicio la obra de cada hombre será probada. Esta prueba ocurrirá después de la muerte: «El fuego probará la obra de cada cual. Si su obra resiste al fuego, será premiado, pero si esta obra se convierte en cenizas, él mismo tendrá que pagar. El se salvará pero como quien pasa por el fuego» (1 Cor. 3, 15). La frase: «tendrá que pagar» no se puede referir a la condena del Infierno, ya que de ahí nadie puede salir. Tampoco puede significar el Cielo, ya que allá no hay ningún sufrimiento. Sólo la doctrina y la creencia en el Purgatorio explican y aclaran este pasaje. Pero, además, en la Biblia se demuestra que ya en el Antiguo Testamento, Israel oró por los difuntos. Así lo explica el Libro II de los Macabeos (12, 42-46), donde se dice que Judas Macabeo, después del combate oró por los combatientes muertos en la batalla para que fueran liberados de sus pecados. Dice así: «Y rezaron al Señor para que perdonara totalmente de sus pecados a los compañeros muertos». Y también en 2 Timoteo 1, 1-18, San Pablo dice refiriéndose a Onesíforo: «El Señor le conceda que alcance misericordia en aquel día».
Resumiendo, entonces, digamos que con nuestras oraciones podemos ayudar a los que están en el Purgatorio para que pronto puedan verse libres de sus sufrimientos y ver a Dios. No obstante, como que en la práctica, cuando muere una persona, no sabemos si se salva o se condena, debemos orar siempre por los difuntos, porque podrían necesitar de nuestra oración. Y si ellos no la necesitan, le servirá a otras personas, ya que en virtud de la Comunión de los Santos existe una comunicación de bienes espirituales entre vivos y difuntos. Esto explica aquella costumbre popular de orar «por el alma más necesitada del Purgatorio».

miércoles, 29 de octubre de 2008

Entre la ciencia y la fe

Cada época humana, cada cultura, acepta una serie de ideas como verdaderas. Desde ellas los hombres y las mujeres piensan y deciden en los mil asuntos de la vida concreta.

Algo propio de nuestra época es considerar lo «científico» como una especie de verdad absoluta. Los investigadores llegan a ser vistos como «oráculos» que determinan la naturaleza de las cosas, lo que es bueno y lo que es malo, lo pasado y lo futuro. No faltan quienes tachan de enemigos del progreso y de fundamentalistas a quienes pongan en duda las afirmaciones que ofrecen los hombres de ciencia.
En realidad, quienes conocen el mundo de los laboratorios saben que no todo está claro, y que muchas afirmaciones y leyes aceptadas como «absolutas» no son más que etapas provisionales de un camino entre tinieblas.

Pero hay muchas personas que no conocen la provisionalidad propia del método científico. Acogen, entonces, lo presentado como científico como absolutamente verdadero. Durante sus estudios leen libros, manuales, revistas científicas de biología, de paleontología, de climatología, de medicina, y consideran que lo allí afirmado vale siempre.

Las ideas sobre el funcionamiento de las células, sobre el origen de los mamíferos, sobre la utilidad de ciertas medicinas, sobre la situación climática del planeta, están en discusión entre quienes hacen ciencia de verdad, aunque algunos propongan sus conclusiones como verdades indiscutibles o «conquistas definitivas».

Respecto a la historia del planeta tierra, respecto al origen de la vida y a la evolución de las especies, la situación de las investigaciones es mucho más compleja. En parte, porque quedan muchas preguntas por resolver, en parte porque los datos no son suficientes para llegar a conclusiones absolutas, en parte porque existen muchas teorías y propuestas para explicar lo ocurrido hace millones y millones de años.

A pesar de la confusión que reina respecto del pasado, miles de personas creen, como si fuesen certezas indiscutibles, las afirmaciones que encuentran en libros divulgativos, en gráficos claros y bien pensados, en reportajes televisivos hechos con muy buen gusto y, a veces, con poca seriedad científica. Así, están convencidos de que la vida se originó en un medio acuático, que pasó luego de formas simples a formas más complejas, que luego pasó del agua a la tierra firme...
Así, a través de dibujos y animaciones, aceptan que unos animales dieron origen a otros, hasta llegar a la aparición, hace miles de años, de ese animal tan complejo que somos los seres humanos.

Estas teorías, desde luego, tienen apoyos y «pruebas» importantes. Se han encontrado huesos aquí y allá, se han analizado terrenos estratificados, se conoce cada vez más la semejanza que existe entre el ADN de los distintos tipos de vivientes. Pero todos estos apoyos, todos los datos recogidos por distintas ciencias, no son suficientes para decir que hay una certeza del 100 % acerca de que el animal «X» surgió hace tantos años del animal «Y». Las teorías y creencias que los científicos proponen hoy sobre estos «detalles» no son sólo diversificadas, sino provisionales, pues dentro de algunos años nuevos descubrimientos o nuevos datos científicos obligarán a revisar, cambiar o incluso renunciar a aquello que en el siglo XXI parecía tan claro.

En este sentido, es oportuno recordar cómo uno de los padres de la ciencia moderna, Galileo, atacó con poca seriedad las propuestas de Kepler para explicar el fenómeno de las mareas. Hoy sabemos que Kepler tenía más razón (en su tiempo) que Galileo, y que Galileo se dejó cegar por su fama y por su apego a lo que para él parecía «más científico», cuando no lo era.

Los creyentes necesitamos conocer estos aspectos humanos del mundo científico, para relativizar lo que es relativo, y para no sentir que nuestra fe es puesta en peligro cada vez que dicen haber descubierto por ahí un nuevo fósil humano. Porque la ciencia analiza datos con instrumentos limitados, mientras que la fe se apoya en una certeza profunda que se basa en acoger la intervención de Dios en la historia humana.

Es cierto que algunos quieren ver la fe como si se tratase de algo provisional, como si estuviese sometida a las probetas de los laboratorios. Pero es una cosa muy distinta.

Así lo explica el Compendio del Catecismo de la Iglesia católica (n. 28): «El acto de fe es un acto humano, es decir un acto de la inteligencia del hombre, el cual, bajo el impulso de la voluntad movida por Dios, asiente libremente a la verdad divina. Además, la fe es cierta porque se fundamenta sobre la Palabra de Dios; «actúa por medio de la caridad» (Ga 5,6); y está en continuo crecimiento, gracias, particularmente, a la escucha de la Palabra de Dios y a la oración».
Dios entró en la historia humana: se manifestó al Pueblo de Israel, caminó entre los hombres con la venida de Cristo al mundo. Cada uno de nosotros es invitado a acoger su Presencia entre nosotros en la libertad. También los científicos, que tanto bien pueden hacer si aceptan en sus vidas la verdades del Evangelio y si viven su vocación al estudio con actitud de servicio y con esa humildad que reconoce que algo sabemos sobre la fascinante historia de la vida, pero que todavía nos queda mucho por saber...
Fernando Pascual, LC Doctor en filosofía por la Universidad Gregoriana.Profesor de Hª de Filosofía, Filosofía de la Educación y Bioética.

martes, 28 de octubre de 2008







La muerte y la Eucaristía, por D. Luis Trelles



"De los escritos del Siervo de Dios Luis de Trelles


La muerte tiene la apariencia de un anonadamiento del ser y, por eso, nos repugna y produce un horror instintivo que sola la fe puede combatir con la seguridad de que sobrevive el hombre. Hay en el fondo de ese mismo horror una revelación de la eternidad que la criatura consciente desea y, en alguna manera prevé. Reside en el corazón humano un amor tal a la vida, que aún el más descreído, mira con horror al no ser y tiembla al recordar la noche que viene después del sepulcro.
La sagrada eucaristía es el centro de nuestras creencias y, en el voluntario anonadamiento del Hombre-Dios, en su pasión y muerte de las que es memoria, nos da una prenda de la vida eterna. Este sublime abajamiento, fruto de un amor infinito, nos brinda un germen de resurrección que la gracia desarrollará. La muerte es para el creyente la puerta dorada de la vida eterna.


Cuando los fieles se reúnen en el templo para conmemorar a sus hermanos en la fe que han fallecido, parece que la Iglesia quiere enjugar sus lágrimas recordándoles las hermosas palabras de Jesucristo en el evangelio de san Juan, capítulo VI: “Yo soy el pan vivo que ha descendido del cielo; si alguno comiere de este pan, vivirá eternamente... El que come mi carne y bebe mi sangre tiene en sí la vida eterna y yo le resucitaré en el último día”. Se halla en estas consoladoras ideas algo más que la promesa de resurrección que la fe nos hace a todos los hombres: el Sacramento del altar es prenda de gloria futura y semilla fecunda de una feliz eternidad.


Hermano mío que lees estas líneas, frecuenta todo lo que puedas el banquete real de Jesús: el que le comulga puede, cuanto es posible en la carne, por medio de la meditación detenida, conocer a Jesucristo asimilándose a Él por actos de contemplación, de unión y de amor en los preciosos instantes que siguen a la comunión. No te separes del pie del sagrario sin saborear la dulzura de este pan.


No pierdas de vista que la comunión con buenas disposiciones y bien agradecida te asegura la eternidad feliz que el Señor te prometió en el Evangelio y que te colmará de la dicha que el apóstol anuncia. Sólo es preciso de parte del comulgante cooperar a esta bondad avivando la fe, fortificando la esperanza y encendiendo la caridad perfecta en aquel horno de fuego que atesora el Corazón de Jesús y que con su contacto nos comunica. El humilde pecador irá alcanzando la verdadera unión con Cristo, que se irá formando con él de una manera mística, pero real y efectiva.


Si así lo hacemos, en la última hora veremos clara la afinidad que enlaza la Eucaristía, principio de eterna dicha, con la muerte natural, fin y remate de la vida, corta época de prueba que Dios nos otorgó en el tiempo para ganar el cielo.


Por eso celebras el natalicio de tus héroes el día en que han dejado el mundo: se oye tu clamor no de luto, sino de gozo espiritual al penetrar los despojos mortales del cristiano en la iglesia material, que figura la Iglesia invisible. ¡Bendita seas por todo, oh Santa Madre Iglesia!


“La Lámpara del Santuario” Tomo XIII – Pág. 410 – Año 1872 y Tomo XIV – Pág. 415 – Año 1873"
Fuente:
Fundación D. Luis de Trelles
El Creador y la criatura.
La naturaleza es una maravillosa creación de Dios y al contemplarla te puedes acercar a Dios.
Pero Dios no es una cosa sino El Padre creador de todo, que te ama infinitamente y te llama a conocerle, amarle y servirle por medio de Su Hijo, Jesucristo.
Nos dice el Catecismo:
Dios es infinitamente más grande que todas sus obras (cf. Si 43,28): "Su majestad es más alta que los cielos" (Sal 8,2), "su grandeza no tiene medida" (Sal 145,3). Pero porque es el Creador soberano y libre, causa primera de todo lo que existe, está presente en lo más íntimo de sus criaturas: "En el vivimos, nos movemos y existimos" (Hch 17,28) Según las palabras de S. Agustín, Dios es "superior summo meo et interior intimo meo" ("Dios está por encima de lo más alto que hay en mí y está en lo más hondo de mi intimidad") (conf. 3,6,11) -CIC 300



LA ESENCIA DE DIOS: COGNOSCIBILIDAD
El camino recorrido en las clásicas cinco vías de acceso al conocimiento de la existencia de Dios, nos ha proporcionado no sólo una clara noticia de que el Ser al que llamamos Dios, existe, sino que a la vez, con la razón, sin necesidad de recurrir a ningún medio sobrenatural, hemos obtenido unos conocimientos sobre la Naturaleza divina valiosísimos para considerarlos ahora en su orden y conjunto. Notas, que hemos descubierto en la Esencia de Dios son, por ejemplo:
La incomprehensibilidad, es decir, que no puede abarcarse en ningún concepto humano, lo cual no es un simple conocimiento negativo. Un conocimiento imperfecto no es necesariamente falso. Yo sé que alguien llama a la puerta aunque no sepa quién es. Por de pronto sé que es alguien, que existe. Ahora voy a indagar QUIÉN ES.
la inmutabilidad del motor no movido: Acto puro.
La Causalidad incausada.
el Ser Necesario

el Ser Máximo, con perfecciones puras por encima de todo grado:
el Ser, la Verdad, Bondad, Belleza, Vida, Entendimiento, Voluntad, Libertad.
la Inteligencia ordenadora de todo cuanto existe. Aunque todo esto sea muy poco comparado con lo que Dios es, no es poco para empezar. Y, además, nos sitúa en el umbral de un verdadero conocimiento, de índole sobrenatural, por medio de la revelación del mismo Dios.
La adoración eucarística no es sino la continuación obvia de la celebración eucarística.

Es una consecuencia de todo lo que hemos expuesto anteriormente. La transubstanciación indica que el cuerpo resucitado de Cristo sigue presente en las especies consagradas. Hay una cierta continuidad del sacrificio de la cruz en el Sacramento de la Eucaristía. El creyente descubre iluminado por la fe esa presencia, que sigue siendo la actualización de la suprema adoración al Padre desde la cruz de Cristo. Llevado por este descubrimiento se postra en adoración, que es la respuesta espontánea del hombre ante la presencia de Dios. “Nosotros, los cristianos, sólo nos arrodillamos ante el santísimo Sacramento, porque en él sabemos y creemos que está presente el único Dios verdadero, que ha creado el mundo y lo ha amado hasta el punto de entregar a su unigénito Hijo (Cf. Juan 3, 16) (Homilía de Benedicto XVI el día del Corpus Christi en Roma 22 de mayo 2008)
La adoración es una mezcla de profesión de fe y de humildad. Adorar supone el reconocimiento de la majestad y de la santidad de Dios. “Sólo a tu Dios adorarás”, le dijo Jesús al tentador (cf. Mt. 4,10). La adoración solamente es permitida al Dios omnipotente. La adoración a cualquiera otra creatura por santa que sea es considerada como un acto de idolatría. Ni siquiera la Virgen puede ser adorada. Su grandeza no la saca del campo de lo creado. El segundo componente de la adoración es la humildad. Ante la inmensidad de Dios el hombre se reconoce un ser pequeño e insignificante y ante la santidad de Dios el hombre se llena de temor y se reconoce como pecador. El Antiguo Testamento ofrece multitud de ejemplos en los que aparecen claros estos componentes de la adoración.
Es verdad que el pan de la Eucaristía no fue dado explícitamente para ser adorado, sino comido. Benedicto XVI en su Exhortación Apostólica reconoce esta dificultad presentada por algunos contra la adoración al Santísimo: “Una objeción difundida entonces (después del Vaticano II) se basaba, por ejemplo, en la observación de que el Pan eucarístico no había sido dado para ser contemplado, sino para ser comido. En realidad, a la luz de la experiencia de oración de la Iglesia, dicha contraposición se mostró carente de todo fundamento. Ya decía San Agustín: (...) Nadie come de esta carne sin antes adorarla (...) pecaríamos si no la adoráramos” (nº 66).
En ninguna parte del NT aparece explícitamente la obligación de adorar el pan consagrado. La adoración es una consecuencia clara que la Iglesia dedujo, desde sus primeros momentos, de la fe en la presencia real y sustancial de Cristo, como Dios y como Redentor.

Alejandro Martínez Sierra, S. J.
PUNTO DE REFLEXIÓN

«¡Dichosa Tú, la Creyente!»(Lc 1,45)

Con esta bella alabanza expresa Isabel, en el episodio de la Visitación, la respuesta de María al don de Dios que la había escogido para Madre de su Hijo. Así lo afirmaba Juan Pablo II en la Encíclica Redemptoris Mater: «La plenitud de la gracia anunciada por el ángel significa e! don de Dios mismo: la fe de María, proclamada por Isabel en la Visitación, indica cómo la Virgen de Nazaret ha respondido a ese don» (n. 12). La aclamación de la Madre del Bautista tiene cierto deje de tristeza y de santa envidia resignada. Se adivina que está comparando la suerte de la Virgen con la desgracia de Zacarías, qué se había quedado mudo por su falta de fe. Pero es sobre todo —y abiertamente— un elogio positivo a la fe de María. La forma literaria de la frase de Isabel es un macarismo o bienaventuranza. Bienaventuranza singular... ¡y en singular! Normalmente los macarismos o bienaventuranzas son plurales. Se refieren a todos los afectados por la condición expresada. Bienaventurados todos los que sean pobres de espíritu: bienaventurados todos los limpios de corazón, etc. La Bienaventuranza de la Fe, que Jesús había de formular en plural después de Resucitado («Bienaventurados los que, sin ver, creerán»: Jn 20, 29), no se refiere en nuestro caso a todos los que crean en general, sino a la mujer concreta que Isabel tiene delante, y a la que llama bienaventurada porque ha creído. Aunque la expresión original griega parece formulada en tercera persona («¡Dichosa la que ha creído!»), su verdadera traducción en el contexto es la que encabeza muestra reflexión de hoy:«¡Dichosa Tú, la Creyente!» «La que ha creído», que expresa a la vez el sujeto y el motivo de la bienaventuranza, es en boca de Isabel un epíteto (en griego, un participio aoristo), que viene a ser un sobrenombre característico y distintivo de la Virgen, como lo es en la pluma de Juan 11,2 «la que ungió» dicho de la hermana de Lázaro. Este título, aplicado a María la de Betania, es como la nota característica, el apodo constituyente de la propia identidad con la que había de pasar a la historia: ¡La Ungidora!. «Dondequiera que se proclame este Evangelio en todo el mundo —sentenció Jesús— se hablará también de lo que ésta ha hecho, para memoria suya» (Mt 26, 13). Paralelamente, el término «la Creyente» empleado por Isabel con referencia a la madre de Jesús —y de factura literaria idéntica al anterior—, será el calificativo con que la Virgen pasará a la historia. Dondequiera que se proclame el Evangelio, María será aclamada como «la Creyente» por excelencia.Tenía razón, Señora, la buena de Isabel para decirte ese piropo. Tu fe es excepcional. Al fin y al cabo, lo de ellos, lo de Isabel y Zacarías —eso de concebir a pesar de la esterilidad y vejez— había ocurrido ya otras veces:en Abraham y Sara, en los padres de Samuel... y en los de Sansón. Pero lo tuyo, en cambio —eso de concebir sin obra de varón— era totalmente nuevo, algo inaudito, cosa nunca vista.Tú eres, Madre, la primera Creyente cristiana.¡La Madre de todos los creyentes en Cristo! Quiero parecerme a Ti.Como uno más de los muchos que, a tu ejemplo, han creído y creen en Dios; de los muchos que se han fiado y se fían de Él, aunque en ocasiones —como te pasaba a Ti— no Le entiendan, y su Providencia les resulte desconcertante.Quiero creer y fiarme siempre, con los ojos cerrados, y el corazón abierto a la confianza en el Padre.¡Como Tú, Madre, como Tú!
CUESTIONARIO

¿Calibramos debidamente los quilates de la fe de María en medio de las dificultades con que Dios la probó?
¿Procuramos parecernos a Ella?
¿Acudimos a Ella confiadamente cuando flaquea nuestra fe?


CAMINAR EN POS DE CRISTO
"La fe no es la contemplación de una verdad abstracta y lejana. La fe es el encuentro con una persona. Creer es aceptar a Cristo y seguirle. Es interpretar desde su existencia la nuestra.Si la fe es seguir a Cristo, la contemplación de la Eucaristía es una interpelación a su seguimiento. La Adoración no es preferentemente un rato de sentimiento más o menos fervoroso, sino una toma de conciencia de nuestro compromiso de caminar en pos de Cristo. Su existencia sacrificial en el amor nos apremia a hacer de nuestras vidas una réplica de la suya. Él exige el amor hasta el sacrificio, aun por aquellos que nos odian y persiguen, como un signo inequívoco y fehaciente ante el mundo de que somos sus discípulos. La Eucaristía introduce al cristiano en el misterio envolvente del amor de Dios. Si su contemplación descubre la fidelidad de Dios que salva a pesar de las ingratitudes de los hombres, impulsa también al mismo tiempo a convertir nuestras vidas en Eucaristía; es decir, a ser en la familia y en la sociedad fermento de unidad en el amor."

Mons. LUIGI DADAGLIO,Nuncio Apostólico de Su SantidadHomilía en la Vigilia del Centenario de laAdoración Nocturna Española en Zaragoza,12 octubre 1979
Jesús Salvador"No hay otro nombre bajo el cielo dado a los hombres por el que nosotros podamos ser salvados."
Hechos 4,12

"La gracia de Dios se ha manifestado ahora con la manifestación de nuestro salvador Cristo Jesús, quien ha destruido la muerte y ha hecho irradiar luz de vida y de inmortalidad. "
2Tim 1,10

Jesús que vuelve"Cada vez que coméis este pan y bebéis este cáliz anunciáis la muerte del Señor hasta que vuelva."
ICor 11,26

"Voy a prepararos un lugar. Y cuando haya ido y os haya preparado un lugar, volveré y os tomaré conmigo para que donde esté Yo estéis también vosotros."
Jn 14,2-3

lunes, 27 de octubre de 2008


ADORACIÓN NOCTURNA DE CÁDIZ

"Nuestro Salvador, en la Última Cena, la noche que le traicionaban, instituyó el sacrificio Eucarístico de su Cuerpo y Sangre, con el cual iba a perpetuar por los siglos, hasta su vuelta, el sacrificio de la Cruz, y a confiar así a su Esposa la Iglesia el memorial de su muerte y Resurrección: Sacramento de piedad, Signo de unidad, Vínculo de caridad, Banquete pascual, en el que se come a Cristo, el alma se llena de gracia y se nos da una prenda de la gloria futura."
CONCILIO VATICANO IIConst. Sagrada Liturgia, 47


"Es, pues, necesario que nos acerquemos particularmente a este Misterio, con humilde reverencia, no buscando razones humanas que deben callar, sino adhiriéndose firmemente a la Revelación divina."
PABLO VI,Mysterium Fidei, núm. 15-16


"No es lícito ni en el pensamiento ni en la vida ni en la acción quitar a este Sacramento, verdaderamente santísimo, su dimensión plena y su significado esencial. Es al mismo tiempo Sacramento-Sacrificio, Sacramento-Comunión, Sacramento-Presencia."
JUAN PABLO II,Redemptor Hominis, núm. 20