TIEMPOS LITURGICOS

TIEMPOS LITURGICOS

sábado, 11 de octubre de 2014

DOMINGO 12 DE OCTUBRE, 28º DEL TIEMPO ORDINARIO



…VENID A LA BODA


  "A Dios, nuestro Padre, la gloria por los siglos de los siglos" (Flp 4, 20). 
     Así se concluye el pasaje de la carta a los Filipenses que acabamos de proclamar. Este texto del apóstol san Pablo está impregnado de intensa alegría 
"He aquí que todo está preparado, todo está dispuesto, venid" (cf. Mt 22, 4). 
  En la página evangélica que acaba de proclamarse ha resonado la invitación a la boda real. Todos somos invitados. La llamada del Padre misericordioso y fiel constituye el núcleo mismo de la revelación divina y, en particular, del Evangelio. Todos somos llamados, llamados por nuestro nombre. 
   "¡Venid!". El Señor nos ha llamado a formar parte de su Iglesia una, santa, católica y apostólica. Por medio del único bautismo somos injertados en el único Cuerpo de Cristo. Pero nuestra respuesta, ¿ha sido siempre un sí incondicional? Por desgracia, ¿no hemos rechazado alguna vez la invitación? ¿No hemos rasgado la túnica inconsútil del Señor, alejándonos los unos de los otros? ¡Sí! Nuestra división recíproca es contraria a su voluntad. 
   Quiera Dios que no se aplique también a nosotros este duro juicio: "La boda está preparada, pero los invitados no eran dignos" (Mt 22, 8). Un día se nos pedirá cuenta de lo que hemos hecho por la unidad de los cristianos. 
En su gracia hacia nosotros, pecadores, Dios nos ha concedido en estos últimos tiempos acercarnos más, con la oración, la palabra y las obras, a la plenitud de la unidad querida por Jesús para sus discípulos (cf. Unitatis redintegratio, 1). Ha crecido nuestra conciencia de que hemos sido invitados juntamente a la boda real. En la víspera de su pasión, Cristo nos dejó como herencia el memorial vivo de su muerte y resurrección, en el que, bajo las especies del pan y del vino, nos da su Cuerpo y su Sangre. Como reafirmó el concilio Vaticano II, la Eucaristía es la fuente y la cumbre de toda la vida cristiana, el centro de irradiación de la comunidad eclesial (cf.Sacrosanctum Concilium, 10; Christus Dominus, 30). 
  La Iglesia católica y las Iglesias ortodoxas, al celebrar según sus respectivas tradiciones la verdadera Eucaristía, viven ya ahora en una comunión profunda, aunque no sea plena. Quiera Dios que llegue cuanto antes el día bendito en que podamos vivir verdaderamente en su plenitud nuestra comunión perfecta. Hoy la invitación del evangelio se dirige particularmente a nosotros. Dios nos guarde de actuar como los que "se fueron el uno a su campo, el otro a su negocio" (Mt 22, 5).
El rey, en la parábola evangélica, preguntó a uno de los comensales: "Amigo, ¿cómo has entrado aquí sin traje de boda?" (Mt 22, 12). Estas palabras nos interpelan. Nos recuerdan que debemos prepararnos para la boda real, revistiéndonos del Señor Jesucristo (cf. Rm 13, 14; Ga3, 27). 
  La participación en la Eucaristía presupone la conversión a una vida nueva. También la participación común, la comunión plena, presupone la conversión. No hay auténtico ecumenismo sin conversión interior y renovación de la mente (cf. Unitatis redintegratio, 6-7), si no se superan los prejuicios y las sospechas; si no se eliminan las palabras, los juicios y los gestos que no reflejan con justicia y verdad la condición de los hermanos separados; si no existe la voluntad de llegar a estimar al otro, de entablar una amistad recíproca y alimentar un amor fraterno. 
 Para alcanzar la comunión plena, debemos superar con valentía nuestra desidia y estrechez de corazón (cf. Novo millennio ineunte, 48). Debemos cultivar la espiritualidad de la comunión, que es capacidad "de sentir al hermano de fe (...) como uno que me pertenece, para saber compartir sus alegrías y sufrimientos, para intuir sus deseos y atender a sus necesidades, para ofrecerle una verdadera y profunda amistad" (ib., 43). Debemos alimentar incesantemente la pasión por la unidad. 
 Su Beatitud ha subrayado oportunamente que en Europa y en el mundo, ampliamente secularizados, existe una preocupante crisis espiritual. Por tanto, resulta mucho más urgente el testimonio común de los cristianos.  
Amadísimos hermanos y hermanas, encomiendo al Señor estas reflexiones, que revisten hoy una importancia singular…
Ojalá que nuestro testimonio alimente el deseo de reconocer en el otro a un hermano y de reconciliarnos con él. Esta es la primera condición indispensable para acercarnos, juntos, a la única mesa del Señor. Invoquemos para ello al Espíritu de unidad y de amor y la intercesión de María santísima, Madre de la Iglesia…

 San Juan Pablo II, papa

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