TIEMPOS LITURGICOS

TIEMPOS LITURGICOS

sábado, 6 de febrero de 2016

TRES SON LOS ENEMIGOS DE LA ORACIÓN
     La oración es un combate. ”Quiero encontrar a Dios en mí y conmigo y siento que todo mi ser interior cruje, parece roto y vacío. Creí que tenía a Dios al alcance de la mano, y se me antoja lejano a distancias siderales. Y me digo: ¡No…! ¡Así no es posible orar”.
     ¿Será cierto? Pues, sí, lo es. Pero veamos dónde está el problema. La tenaz tentación.

 Saturación. Hoy por lo  general vivimos en estado de saturación. Es decir, estamos hartos y satisfechos, saciados, llenos completamente, como queramos decirlo, de ruidos, de imágenes en acción vivísima, rápida, de noticias veloces, de propagandas agresivas que se nos cuelan por todos lados. En casa y en la calle. Hasta en los bolsillos y en nuestras manos. Estamos repletos de todo hasta la saciedad; de todo, menos de armonía y quietud: necesarias ambas para percibir las realidades interiores que nos habitan: que somos, que tenemos y que nos permiten el verdadero encuentro con nosotros mismos, con los otros y con Dios. En estas condiciones es imposible orar.

Agitación. Acosados por las mil y una exigencias de una vida hiperocupada e hiperpreocupada, no tenemos tiempo para nada, y casi, casi para nadie. Que es peor. Ni siquiera para nosotros mismos cuanto menos para los demás, aunque entre los demás esté Dios, ¡como tiene que ser! La presión que sentimos por todos lados, la movilidad excesiva, (no digamos las movidas): Las prisas, la velocidad y las tensiones, etc., hacen prácticamente imposible el sosiego necesario para la oración.
     Los resultados psicofísicos más agudos de este estado de agitación son el estrés y la depresión. Pero los estados agudos interiores provocados son aún más nefastos: aspereza o desabrimiento, una pereza instalada y crónica, incapacidad de esfuerzo amoroso, el relajamiento caprichoso y placentero, interesado y permisivo en los hábitos y costumbres íntimas, la negligencia del corazón… En fin, inquietud y turbación violenta y constante de ánimo. Todo eso hace imposible la oración, que es por contrario, abandono quieto y sosegado en el amor de Dios, acogido y dado.

Metalización. La palabra puede parecer extraña, pero su realidad tentadora no. Por metalizar se entiende: “Hacer que un cuerpo adquiera cualidades metálicas”. Y también: “Convertirse una cosa en metal”. Y de forma figurada: “Aficionarse excesivamente al dinero”. Pues, bien, todo eso queremos decir cuando escribimos metalización, es decir, un estado del espíritu que reviste las características del metal. Nada penetra en él. Todo le resbala como el agua. ¡Y esto es muy serio! ¡Grave incluso!
     Habituados a tener muchas cosas, a tenerlas al alcance de la mano y en seguida, el espíritu se aficiona a ellas hasta hacerse una cosa con ellas y a no poder vivir sin ellas. Y entonces, nada que sea espiritual tiene en él resonancia interior. Así no puede tener acogida, y menos, profundidad. En tal caso, la oración no tiene sentido e instintivamente se rechaza. Tanto más que la oración es encuentro interior en el Espíritu, labrado con puro amor.
      Con la saturación, la agitación y la metalización, desafinamos por completo los sentidos interiores indispensables para la oración: la fe, la esperanza y la caridad. Es más, los tenemos embotados y atrofiados: “Como con perlesía”, decía santa Teresa.

Gregorio Rodríguez, cpcr-  Religión en libertad  30 enero 2016

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