TIEMPOS LITURGICOS

TIEMPOS LITURGICOS

martes, 28 de octubre de 2008

La adoración eucarística no es sino la continuación obvia de la celebración eucarística.

Es una consecuencia de todo lo que hemos expuesto anteriormente. La transubstanciación indica que el cuerpo resucitado de Cristo sigue presente en las especies consagradas. Hay una cierta continuidad del sacrificio de la cruz en el Sacramento de la Eucaristía. El creyente descubre iluminado por la fe esa presencia, que sigue siendo la actualización de la suprema adoración al Padre desde la cruz de Cristo. Llevado por este descubrimiento se postra en adoración, que es la respuesta espontánea del hombre ante la presencia de Dios. “Nosotros, los cristianos, sólo nos arrodillamos ante el santísimo Sacramento, porque en él sabemos y creemos que está presente el único Dios verdadero, que ha creado el mundo y lo ha amado hasta el punto de entregar a su unigénito Hijo (Cf. Juan 3, 16) (Homilía de Benedicto XVI el día del Corpus Christi en Roma 22 de mayo 2008)
La adoración es una mezcla de profesión de fe y de humildad. Adorar supone el reconocimiento de la majestad y de la santidad de Dios. “Sólo a tu Dios adorarás”, le dijo Jesús al tentador (cf. Mt. 4,10). La adoración solamente es permitida al Dios omnipotente. La adoración a cualquiera otra creatura por santa que sea es considerada como un acto de idolatría. Ni siquiera la Virgen puede ser adorada. Su grandeza no la saca del campo de lo creado. El segundo componente de la adoración es la humildad. Ante la inmensidad de Dios el hombre se reconoce un ser pequeño e insignificante y ante la santidad de Dios el hombre se llena de temor y se reconoce como pecador. El Antiguo Testamento ofrece multitud de ejemplos en los que aparecen claros estos componentes de la adoración.
Es verdad que el pan de la Eucaristía no fue dado explícitamente para ser adorado, sino comido. Benedicto XVI en su Exhortación Apostólica reconoce esta dificultad presentada por algunos contra la adoración al Santísimo: “Una objeción difundida entonces (después del Vaticano II) se basaba, por ejemplo, en la observación de que el Pan eucarístico no había sido dado para ser contemplado, sino para ser comido. En realidad, a la luz de la experiencia de oración de la Iglesia, dicha contraposición se mostró carente de todo fundamento. Ya decía San Agustín: (...) Nadie come de esta carne sin antes adorarla (...) pecaríamos si no la adoráramos” (nº 66).
En ninguna parte del NT aparece explícitamente la obligación de adorar el pan consagrado. La adoración es una consecuencia clara que la Iglesia dedujo, desde sus primeros momentos, de la fe en la presencia real y sustancial de Cristo, como Dios y como Redentor.

Alejandro Martínez Sierra, S. J.

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