«Sabemos que en todas las cosas interviene Dios para bien de los que lo aman» (Rm 8, 28).
La Palabra que nos proponemos vivir en
este mes está sacada de la carta del apóstol Pablo a los Romanos. Es un texto
largo y lleno de reflexiones y enseñanzas, escrito antes de dirigirse a Roma,
para preparar su visita a aquella comunidad, que Pablo aún no conocía en
persona. El capítulo 8 subraya
en particular la vida según el Espíritu y la promesa de la vida eterna que
espera a los individuos, a los pueblos y a todo el universo.
«Sabemos que en todas las cosas interviene Dios para bien de los que lo aman».
Cada palabra de esta frase está cargada de
significado. Pablo proclama que, ante todo como cristianos, hemos conocido el
amor de Dios y somos conscientes de que toda
esperanza humana forma parte del gran designio de salvación de
Dios. Todo contribuye, dice Pablo: los sufrimientos, las persecuciones, los
fallos y debilidades personales, pero sobre
todo la acción del Espíritu de Dios en el corazón de las personas que lo
acogen. Además, el Espíritu recoge y hace suyos los
gemidos de la humanidad y de la creación (cf.
Rm 8, 22-27), y esta es la garantía de que el designio de
Dios se realizará.
Por
nuestra parte, hemos de responder activamente a este amor con nuestro amor,
encomendándonos al Padre en cualquier necesidad y dando testimonio de esperanza
en el cielo nuevo y la tierra nueva (cf.
Ap 21, 1) que Él prepara para quienes confían en Él.
«Sabemos que en todas las cosas interviene Dios para bien de los que lo aman».
¿Cómo
acoger, entonces, esta fuerte propuesta en
nuestra vida personal y cotidiana? Chiara
Lubich nos sugiere: «Ante todo, no debemos
detenernos nunca en el aspecto puramente externo, material y profano de las
cosas, sino creer que cualquier hecho es un mensaje con el
que Dios nos expresa su amor. Entonces veremos que la
vida, que se nos puede mostrar como un tejido del cual no vemos más que nudos e
hilos confusamente entrelazados, en realidad es distinta: es el dibujo
maravilloso que el amor de Dios va tejiendo sobre la base de nuestra fe. En
segundo lugar, debemos abandonarnos con confianza y
totalmente a este amor en todo momento,
tanto en las pequeñas cosas como en las grandes. Es más, si sabemos
encomendarnos al amor de Dios en las circunstancias comunes, Él nos
dará la fuerza para confiarnos a Él en los momentos más difíciles, como
pueden ser una gran prueba, una enfermedad o el mismo momento de la muerte.
Entonces, probemos a vivir así, y, por supuesto, no de una manera interesada,
es decir, para que Dios nos manifieste sus planes y tengamos de este modo su
consuelo, sino solo por amor, y veremos que este abandono confiado es fuente de
luz y de paz infinita para nosotros y para muchos otros»[1]
Encomendarnos a Dios en las decisiones
difíciles, como la que nos cuenta O. L. de Guatemala: «Trabajaba como cocinera
en una residencia de ancianos. Al pasar por el pasillo, oigo a una viejita
pedir agua. A riesgo de saltarme las normas, que me prohíben salir de la
cocina, le alcanzo un vaso de agua con cariño. Los ojos de la anciana se
iluminan. A mitad del vaso, me agarra la mano: "¡Quédate conmigo 10
minutos!”: Le explico que no debería, que me expongo a que me despidan. Pero
esa mirada... Me quedo. Me pide que recemos juntas: "Padre nuestro... “: Y
al final: "Canta algo, por favor”. Se me ocurre: "No nos llevaremos
nada, solo el amor... “. Los demás residentes nos miran. La mujer está feliz y
me dice: "Dios te bendiga, mi hijita"; y al poco se apaga. De todos modos,
me despidieron por haber salido de la cocina. Mi familia, que vive lejos,
necesita mi ayuda, pero yo estoy en paz y feliz: respondí a Dios, y esa mujer
no dio sola el paso más importante de su vida».
Leticia
Magri
[1]C. LUBICH, Palabra de vida, agosto de 1984, en
EAD., Palabras de Vida/1 (1943-1990), Ciudad Nueva, Madrid 2020, pp. 313-314.
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