TIEMPOS LITURGICOS

TIEMPOS LITURGICOS

sábado, 9 de mayo de 2015

DOMINGO 10 DE MAYO, 6º DEL TIEMPO PASCUAL

«…PERMANECED EN MI AMOR»

"Como el Padre me ha amado, así os he amado yo; permaneced en mi amor" (Jn 15, 9). Cristo, la víspera de su muerte, abre su corazón a los discípulos reunidos en el Cenáculo. Les deja su testamento espiritual. En el período pascual, la Iglesia vuelve sin cesar espiritualmente al Cenáculo, a fin de escuchar de nuevo con reverencia las palabras del Señor y obtener luz y consuelo para avanzar por los caminos del mundo…
     Las palabras que nuestra Iglesia escucha hoy de los labios de su Señor son fuertes y claras: "Permaneced en mi amor. (...) Este es mi mandamiento: que os améis unos a otros como yo os he amado" (Jn 15, 9. 12). ¡Cómo no sentir particularmente "nuestras" estas palabras de Jesús! ¿No tiene la Iglesia la tarea específica de "presidir en la caridad" a toda la ecúmene cristiana? (cf. san Ignacio de Antioquía, Ad Rom, inscr.). Sí, el mandamiento del amor compromete  a  nuestra  Iglesia con  una fuerza y una urgencia especiales.
     El amor es exigente. Cristo dice: "Nadie tiene amor mayor que el que da la vida por sus amigos" (Jn 15, 13). El amor llevará a Jesús a la cruz. Todo discípulo debe recordarlo. El amor viene del Cenáculo y vuelve a él. En efecto, después de la resurrección, precisamente en el Cenáculo los discípulos meditarán en las palabras pronunciadas por Jesús el Jueves santo y tomarán conciencia del contenido salvífico que encierran. En virtud del amor de Cristo, acogido y correspondido, ahora son sus amigos: "Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor: a vosotros os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer" (Jn 15, 15).
     Reunidos en el Cenáculo después de la resurrección y la ascensión del divino Maestro al cielo, los Apóstoles comprenderán  plenamente el sentido de sus palabras: "Os  he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto dure" (Jn 15, 16). Bajo la acción del Espíritu Santo, estas palabras los convertirán en la comunidad salvífica que es la Iglesia. Los Apóstoles comprenderán que han sido elegidos para una misión especial, es decir, testimoniar el amor: "Como el Padre me ha amado, así os he amado yo; permaneced en mi amor". Esta consigna pasa hoy a nosotros: en cuanto cristianos, estamos llamados a ser testigos del amor. Este es el "fruto" que estamos llamados a dar, y este fruto "permanece" en el tiempo y por toda la eternidad.
 La primera lectura, tomada de los Hechos de los Apóstoles, habla de la misión apostólica que brota de este amor. Pedro, llamado por el centurión romano Cornelio, va a su casa, en Cesarea, y asiste a su conversión, la conversión de un pagano. El mismo Apóstol comenta ese importantísimo acontecimiento: "Está claro que Dios no hace distinciones: acepta al que lo teme y practica la justicia, sea de la nación que sea" (Hch 10, 34-35). Del mismo modo, cuando el Espíritu Santo desciende sobre el grupo de creyentes provenientes del paganismo, Pedro comenta: "¿Se puede negar el agua del bautismo a los que han recibido el Espíritu Santo igual que nosotros?" (Hch 10, 47). Iluminado desde lo alto, Pedro comprende y testimonia que todos están  llamados por el amor de Cristo.
     Nos encontramos aquí ante un viraje decisivo en la vida de la Iglesia: un viraje al que el libro de los Hechos atribuye gran importancia. En efecto, los Apóstoles, y en particular Pedro, aún no habían percibido claramente que su misión no se limitaba sólo a los hijos de Israel. Lo que sucedió en la casa de Cornelio los convenció de que no era así. A partir de entonces comenzó el desarrollo del cristianismo fuera de Israel, y se consolidó una conciencia cada vez más profunda de la universalidad de la Iglesia: todo hombre y toda mujer, sin distinción de raza y cultura, están llamados a acoger el Evangelio. El amor de Cristo es para todos, y el cristiano es testigo de este amor divino y universal.
  Totalmente convencido de esta verdad, san Pedro se dirigió primero a Antioquía y, después, a Roma. La Iglesia de Roma le debe su comienzo… Se manifiesta así, una vez más, la particular vocación que la divina Providencia ha reservado a Roma: ser el punto de referencia para la comunión y la unidad de toda la Iglesia y para la renovación espiritual de toda la humanidad… ¡Alabado sea Jesucristo!


San Juan Pablo II, pp

No hay comentarios: