Con su trabajo y su ingenio el hombre se
ha esforzado siempre por mejorar su vida; pero hoy, gracias a la ayuda de la
ciencia y de la técnica, ha desarrollado y sigue desarrollando su dominio sobre
casi toda la naturaleza y, gracias sobre todo a las múltiples relaciones de
todo tipo establecidas entre las naciones, la familia humana se va reconociendo
y constituyendo progresivamente como una única comunidad en todo el mundo. De
donde resulta que muchos bienes que el hombre esperaba alcanzar de las fuerzas
superiores, hoy se los procura con su propio trabajo. Ante este inmenso
esfuerzo, que abarca ya a todo el género humano, el hombre no deja de
plantearse numerosas preguntas: ¿Cuál es el sentido y el valor de esa
actividad? ¿Cómo deben ser utilizados todos estos bienes? Los esfuerzos
individuales y colectivos ¿qué fin intentan conseguir?
La Iglesia, que guarda el depósito de la
palabra Dios, de la que se deducen los principios en el orden moral y
religioso, aunque no tenga una respuesta preparada para cada pregunta, intenta
unir la luz de la revelación con el saber humano para iluminar el nuevo camino
emprendido por la humanidad.
Para
los creyentes es cierto que la actividad humana individual o colectiva o el ingente esfuerzo
realizado por el hombre a lo largo de los siglos para lograr mejores
condiciones de vida, considerado en sí mismo, responde a la voluntad de Dios. Pues el hombre, creado a imagen de Dios, recibió
el mandato de que, sometiendo a su dominio la tierra y todo cuanto ella
contiene, gobernase el mundo con justicia y santidad, y de que, reconociendo a
Dios como creador de todas las cosas, dirija su persona y todas las cosas a
Dios, para que, sometidas todas las cosas al hombre, el nombre de Dios sea
admirable en todo el mundo.
Esta verdad tiene su vigencia también en los
trabajos más ordinarios. Porque
los hombres y mujeres que, mientras procuran el sustento para sí y sus
familias, disponen su trabajo de tal forma que resulte beneficioso para la
sociedad, con toda razón pueden pensar que con su trabajo desarrollan la obra
del Creador, sirven al bien de sus hermanos y contribuyen con su trabajo
personal a que se cumplan los designios de Dios en la historia.
Los cristianos, lejos de pensar que las
conquistas logradas por el hombre se oponen al poder de Dios y que la criatura
racional pretende rivalizar con el Creador, están por el contrario convencidos
de que las victorias del hombre son signo de la grandeza de Dios y consecuencia
de su inefable designio. Cuanto más aumenta el poder del hombre, tanto más
grande es su responsabilidad,
tanto individual como colectiva. De donde se sigue que el
mensaje cristiano no aparta a los hombres de la edificación del mundo, ni los
lleva a despreocuparse del bien de sus semejantes, sino que más bien les impone esta colaboración
como un deber.
Constitución Gaudium et
spes (33-34) - Concilio Vaticano II
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