«…ID Y PROCLAMAD EL EVANGELIO…»
Queridos hermanos y
hermanas:
"Recibiréis
la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y
hasta los confines de la tierra" (Hch 1, 8). Con estas palabras, Jesús se despide de
los Apóstoles, como acabamos de escuchar en la primera lectura.
Inmediatamente
después, el autor sagrado añade
que "fue elevado en presencia de ellos, y una nube le
ocultó a sus ojos" (Hch
1, 9). Es el misterio de la
Ascensión, que hoy celebramos solemnemente. Pero ¿qué nos quieren comunicar la
Biblia y la liturgia diciendo que Jesús "fue elevado"? El sentido de
esta expresión no se comprende a partir de un solo texto, ni siquiera de un
solo libro del Nuevo Testamento, sino en la escucha atenta de toda la Sagrada
Escritura. En efecto, el uso del verbo "elevar" tiene su origen en el
Antiguo Testamento, y se refiere a la toma de posesión de la realeza. Por
tanto, la Ascensión de Cristo significa, en primer lugar, la toma de posesión
del Hijo del hombre crucificado y resucitado de la realeza de Dios sobre el
mundo.
Pero hay un
sentido más profundo, que no se percibe en un primer momento. En la página de
los Hechos de los Apóstoles se dice ante todo que Jesús "fue elevado"
(Hch 1, 9), y luego se añade que "ha sido
llevado" (Hch
1, 11). El acontecimiento no
se describe como un viaje hacia lo alto, sino como una acción
del poder de Dios,
que introduce a Jesús en el espacio de la proximidad divina. La presencia de la
nube que "lo ocultó a sus ojos" (Hch 1, 9) hace referencia a una antiquísima imagen
de la teología del Antiguo Testamento, e inserta el relato de la Ascensión en
la historia de Dios con Israel, desde la nube del Sinaí y sobre la tienda de la
Alianza en el desierto, hasta la nube luminosa sobre el monte de la
Transfiguración. Presentar al Señor envuelto en la nube evoca, en definitiva, el
mismo misterio expresado por el simbolismo de "sentarse a la derecha de
Dios".
En el
Cristo elevado al cielo el ser humano ha entrado de modo inaudito y nuevo en la
intimidad de Dios; el hombre encuentra, ya para siempre,
espacio en Dios. El "cielo", la palabra cielo no indica un lugar sobre las
estrellas, sino algo mucho más osado y sublime: indica a Cristo mismo, la
Persona divina que acoge plenamente y para siempre a la humanidad, Aquel en
quien Dios y el hombre están inseparablemente unidos para siempre. El estar el
hombre en Dios es el cielo. Y nosotros nos acercamos al cielo, más aún,
entramos en el cielo en la medida en que nos acercamos a Jesús y entramos en
comunión con él. Por tanto, la solemnidad de la Ascensión
nos invita a una comunión profunda con Jesús muerto y resucitado, invisiblemente presente en la vida de
cada uno de nosotros…
Desde esta
perspectiva comprendemos por qué el evangelista afirma que, después de la
Ascensión, los discípulos volvieron a Jerusalén "con gran gozo". La
causa de su gozo radica en que lo que había acontecido no había sido en
realidad una separación, una ausencia permanente del Señor; más aún, en ese
momento tenían la certeza de que el Crucificado-Resucitado estaba vivo, y en él
se habían abierto para siempre a la humanidad las puertas de Dios, las puertas
de la vida eterna. En otras palabras, su Ascensión no implicaba la ausencia
temporal del mundo, sino que más bien inauguraba la forma nueva, definitiva y
perenne de su presencia, en
virtud de su participación en el poder regio de Dios.
Precisamente
a sus discípulos, llenos de intrepidez por la fuerza del Espíritu
Santo, corresponderá hacer perceptible su presencia con el
testimonio, el anuncio y el compromiso misionero. También a nosotros la solemnidad de la
Ascensión del Señor debería colmarnos de serenidad y entusiasmo, como sucedió a
los Apóstoles, que del Monte de los Olivos se marcharon "con gran
gozo". Al igual que ellos, también nosotros, aceptando la invitación de
los "dos hombres vestidos de blanco", no debemos quedarnos mirando al
cielo, sino que, bajo la guía del Espíritu Santo, debemos ir por doquier y
proclamar el anuncio salvífico de la muerte y resurrección de Cristo. Nos acompañan y consuelan sus mismas
palabras, con las que concluye el Evangelio según san Mateo: "Y he aquí
que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo" (Mt
28, 20)…
Hermanos y
hermanas de esta querida comunidad diocesana, la solemnidad de este día nos exhorta a
fortalecer nuestra fe en la presencia real de Jesús en la historia; sin él, no podemos realizar nada eficaz
en nuestra vida y en nuestro apostolado. Como recuerda el apóstol san Pablo en la segunda lectura, es él quien "dio a unos el ser
apóstoles; a otros, profetas; a otros, evangelizadores; a otros, pastores y
maestros, (...) en orden a las funciones del ministerio, para edificación del
Cuerpo de Cristo" (Ef 4, 11-12), es decir, la Iglesia. Y esto para llegar
"a la unidad de la fe y del conocimiento pleno del Hijo de Dios" (Ef
4, 13), teniendo todos la
vocación común a formar "un solo cuerpo y un solo espíritu, como una sola
es la esperanza a la que estamos llamados" (Ef 4, 4)…
Benedicto XVI, pp emérito.
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