«EFUSIÓN DEL ESPÍRITU… EL SOPLO DE DIOS»
Queridos hermanos y
hermanas:
En el día de Pentecostés el Espíritu Santo
descendió con fuerza sobre los Apóstoles; así comenzó la misión de
la Iglesia en el mundo. Jesús mismo había preparado a los Once para esta misión al
aparecérseles en varias ocasiones después de la resurrección (cf. Hch 1, 3). Antes de la ascensión al cielo, "les mandó que no se
ausentasen de Jerusalén, sino que aguardasen la Promesa del
Padre" (cf. Hch 1, 4-5); es decir, les pidió que permanecieran juntos para prepararse a recibir el don del
Espíritu Santo. Y ellos
se reunieron en oración con María en el Cenáculo, en espera de ese
acontecimiento prometido (cf. Hch 1, 14).
Permanecer
juntos fue la condición que puso Jesús para acoger el don del Espíritu Santo; presupuesto de su concordia fue una oración prolongada. Así nos da una
magnífica lección para toda comunidad cristiana. A veces se piensa que la
eficacia misionera depende principalmente de una esmerada programación y de su
sucesiva aplicación inteligente mediante un compromiso concreto. Ciertamente,
el Señor pide nuestra colaboración, pero antes de cualquier respuesta nuestra
se necesita su iniciativa: su Espíritu es el verdadero protagonista de la
Iglesia. Las raíces de nuestro ser y de nuestro obrar están en el silencio
sabio y providente de Dios…
La universalidad de la
salvación se pone significativamente de relieve mediante la lista de las
numerosas etnias a las que pertenecen quienes escuchan el primer anuncio de los
Apóstoles (cf. Hch 2,
9-11).
El pueblo de Dios, que
había encontrado en el Sinaí su primera configuración, se amplía hoy hasta
superar toda frontera de raza, cultura, espacio y tiempo. A diferencia de lo
que sucedió con la torre de Babel (cf. Gn 11,
1-9), cuando los
hombres, que querían construir con sus manos un camino hacia el cielo, habían
acabado por destruir su misma capacidad de comprenderse recíprocamente, en
Pentecostés el Espíritu, con el don de las lenguas, muestra que su presencia
une y transforma la confusión en comunión.
El orgullo y el egoísmo
del hombre siempre crean divisiones, levantan muros de indiferencia, de odio y
de violencia. El Espíritu Santo, por el contrario, capacita a los corazones
para comprender las lenguas de todos, porque reconstruye el puente de la
auténtica comunicación entre la tierra y el cielo. El Espíritu Santo es el
Amor.
Pero,
¿cómo entrar en el misterio del Espíritu Santo? ¿Cómo comprender el secreto del
Amor? El pasaje
evangélico de hoy nos lleva al Cenáculo donde, terminada la última Cena, los
Apóstoles se sienten tristes y desconcertados. El motivo es que las palabras de
Jesús suscitan interrogantes inquietantes: habla del odio del mundo hacia
él y hacia los suyos, habla de su misteriosa partida y queda todavía mucho por
decir, pero por el momento los Apóstoles no pueden soportar esa carga (cf. Jn 16, 12). Para consolarlos les explica el significado de su partida: se
irá, pero volverá; mientras tanto no los abandonará, no los dejará huérfanos.
Enviará al Consolador, al Espíritu del Padre, y será el
Espíritu quien les dará a conocer que la obra de Cristo es obra
de amor: amor de
él que se ha entregado y amor del Padre que lo ha dado.
Este es el misterio de
Pentecostés: el Espíritu Santo ilumina el corazón humano y, al revelar a Cristo
crucificado y resucitado, indica el camino para llegar a ser más semejantes a
él, o sea, ser
"expresión e instrumento del amor que proviene de él" (Deus
caritas est, 33). Reunida con María, como en su nacimiento, la Iglesia hoy implora:
”Veni, Sancte Spiritus!", "¡Ven,
Espíritu Santo! Llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos el
fuego de tu amor". Amén.
Benedicto XVI, pp emérito
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