«…PERMANECED EN MI AMOR»
■ "Como
el Padre me ha amado, así os he amado yo; permaneced en mi amor" (Jn
15, 9). Cristo, la víspera de
su muerte, abre su corazón a los discípulos reunidos en el Cenáculo. Les
deja su testamento espiritual. En el período pascual, la Iglesia vuelve sin
cesar espiritualmente al Cenáculo, a fin de escuchar de nuevo con reverencia
las palabras del Señor y obtener luz y consuelo para avanzar por los caminos
del mundo…
Las palabras que nuestra Iglesia escucha
hoy de los labios de su Señor son fuertes
y claras: "Permaneced en mi amor. (...) Este es mi mandamiento: que os améis unos a otros como
yo os he amado" (Jn
15, 9. 12). ¡Cómo no sentir
particularmente "nuestras" estas palabras de Jesús! ¿No tiene la
Iglesia la tarea específica de "presidir en la caridad" a toda la
ecúmene cristiana? (cf. san Ignacio de Antioquía, Ad Rom,
inscr.).
Sí, el mandamiento del amor compromete a nuestra
Iglesia con una fuerza y una
urgencia especiales.
El
amor es exigente. Cristo dice: "Nadie tiene amor mayor que el que da la vida por
sus amigos" (Jn
15, 13). El amor llevará a
Jesús a la cruz. Todo discípulo debe recordarlo. El amor viene del Cenáculo y
vuelve a él. En efecto, después de la resurrección, precisamente en el Cenáculo
los discípulos meditarán en las palabras pronunciadas por Jesús el Jueves santo
y tomarán conciencia del contenido salvífico que encierran. En virtud del amor
de Cristo, acogido y correspondido, ahora son sus amigos: "Ya no os llamo
siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor: a vosotros os llamo amigos, porque todo lo
que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer" (Jn 15, 15).
Reunidos en el Cenáculo después de la
resurrección y la ascensión del divino Maestro al cielo, los Apóstoles
comprenderán plenamente el sentido de
sus palabras: "Os he destinado para que vayáis y deis fruto, y
vuestro fruto dure" (Jn 15, 16). Bajo la acción del Espíritu Santo, estas
palabras los convertirán en la comunidad salvífica que es la Iglesia. Los Apóstoles comprenderán que han sido
elegidos para una misión especial, es decir, testimoniar el amor: "Como el
Padre me ha amado, así os he amado yo; permaneced en mi amor". Esta
consigna pasa hoy a nosotros: en cuanto cristianos, estamos llamados a ser
testigos del amor. Este es el "fruto" que estamos llamados a dar, y
este fruto "permanece" en el tiempo y por toda la eternidad.
■ La primera lectura, tomada de los Hechos de los Apóstoles,
habla de la misión apostólica que brota de este amor. Pedro, llamado por el centurión romano
Cornelio, va a su casa, en Cesarea, y asiste a su conversión, la conversión de
un pagano. El mismo Apóstol comenta ese importantísimo acontecimiento:
"Está claro que Dios no hace distinciones: acepta al que
lo teme y practica la justicia, sea de la nación que sea" (Hch
10, 34-35).
Del mismo modo, cuando el Espíritu Santo desciende sobre el grupo de creyentes provenientes
del paganismo, Pedro comenta: "¿Se puede negar el agua del bautismo a los
que han recibido el Espíritu Santo igual que nosotros?" (Hch
10, 47). Iluminado desde lo
alto, Pedro comprende y testimonia que todos
están llamados por el amor de Cristo.
Nos encontramos aquí ante un viraje
decisivo en la vida de la Iglesia: un viraje al que el libro de los Hechos
atribuye gran importancia. En efecto, los Apóstoles, y en particular Pedro, aún
no habían percibido claramente que su misión no se limitaba sólo a los hijos de
Israel. Lo que sucedió en la casa de Cornelio los convenció de que no era así.
A partir de entonces comenzó el desarrollo del cristianismo fuera de Israel, y
se consolidó una conciencia cada vez más profunda de la universalidad de la
Iglesia: todo hombre y toda mujer, sin distinción de raza y cultura, están llamados a acoger el
Evangelio. El amor de Cristo es para todos, y el cristiano es testigo de este
amor divino y universal.
■ Totalmente convencido de esta verdad, san
Pedro se dirigió primero a Antioquía y, después, a Roma. La Iglesia de Roma
le debe su comienzo… Se manifiesta así, una vez más, la particular vocación
que la divina Providencia ha reservado a Roma: ser el punto de referencia para
la comunión y la unidad de toda la Iglesia y para la renovación espiritual de
toda la humanidad… ¡Alabado sea Jesucristo!
San Juan Pablo II, pp
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