EFUSIÓN DEL ESPÍRITU SANTO SOBRE TODA CARNE
Cuando
el Creador del universo decidió restaurar todas las cosas en Cristo, dentro del más maravilloso orden, y devolver a
su anterior estado la naturaleza del hombre, prometió que, al mismo tiempo que
los restantes bienes, le otorgaría también ampliamente el Espíritu Santo, ya
que de otro modo no podría verse reintegrado a la pacífica y estable posesión
de aquellos bienes. Determinó,
por tanto, el tiempo en que el Espíritu Santo habría de
descender hasta nosotros, a saber,
el del advenimiento de Cristo, y lo prometió al decir: «En aquellos días -se refiere a los del Salvador- derramaré
mi Espíritu sobre toda carne». Y
cuando el tiempo de tan gran munificencia y libertad produjo para todos al
Unigénito encarnado en el mundo, como hombre nacido de mujer -de acuerdo con la
divina Escritura-, Dios Padre otorgó a su vez el Espíritu, y Cristo,
como primicia de la naturaleza renovada, fue el primero que lo recibió. Y esto fue lo que atestiguó Juan Bautista cuando
dijo: «He contemplado al Espíritu que bajaba del
cielo y se posó sobre él».
Decimos que Cristo, por su parte, recibió
el Espíritu, en cuanto se había hecho hombre, y en cuanto
convenía que el hombre lo recibiera;
y, aunque es el Hijo de Dios Padre, engendrado de su misma substancia, incluso
antes de la encarnación -más aún, antes de todos los siglos-, no se da por
ofendido de que el Padre le diga, después que se hizo hombre: «Tú eres mi Hijo: yo te he engendrado hoy». Dice
haber engendrado hoy a quien era Dios, engendrado de él mismo desde antes de
los siglos, a fin de recibirnos por su medio como hijos adoptivos; pues en Cristo, en cuanto hombre, se encuentra
significada toda la naturaleza: y así también el Padre, que posee su propio
Espíritu, se dice que se lo otorga a su Hijo, para que nosotros nos
beneficiemos del Espíritu en él. Por esta causa perteneció a la descendencia de
Abrahán, como está escrito, y se asemejó en todo a sus hermanos. De manera
que el Hijo unigénito recibe el Espíritu Santo no para sí mismo -pues es suyo, habita en él, y por su medio se
comunica, como ya dijimos antes-, sino para instaurar y restituir a su
integridad a la naturaleza entera, ya que, al haberse hecho hombre, la poseía
en su totalidad. Puede, por tanto, entenderse -si es que queremos usar nuestra
recta razón, así como los testimonios de la Escritura- que Cristo no recibió el
Espíritu para sí, sino más bien para nosotros en sí mismo: pues por
su medio nos vienen todos los bienes.
San Cirilo de
Alejandría
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