El anuncio del Evangelio de la familia
constituye una urgencia para la nueva evangelización
como nos recuerdan los padres sinodales (n.
29).
Esta tarea es
responsabilidad de todo el Pueblo de Dios. En el seno de la
Iglesia existen diversas vocaciones, carismas, ministerios, condiciones de vida
y responsabilidades que se complementan. Como nos propone la exhortación Christifideles laici, gracias a esa diversidad y
complementariedad, cada fiel laico está en disposición de ofrecerle su propia
aportación1. Toda
vocación cristiana es, pues, una vocación al apostolado, a la misión. El
matrimonio que funda la familia, es una vocación a la que Dios llama como
camino de seguimiento y santidad, haciendo así de la familia lugar y fuente de
evangelización, por ser vocación cristiana.
La
familia debe tomar conciencia gozosa de su misión en la Iglesia, para ello hay que proponer caminos que
permitan a la familia alcanzar su plenitud de vida humana y cristiana2. A esta apasionante tarea estamos llamados
todos los que formamos parte de la Iglesia, asumiendo cada uno su papel. Esto conlleva alumbrar un cambio que
permita trasformar la pasividad en protagonismo, animando a la familia a asumir
su misión evangelizadora3. Ello
pasa porque los cónyuges, y toda la familia, asuman la responsabilidad que les viene conferida
por su pertenencia a la Iglesia a través del bautismo y concretada de una forma
especial por la gracia sacramental del matrimonio. Para conseguir este objetivo,
toda la comunidad eclesial debe alentar a las familias a descubrir el plan que
Dios ha establecido para ellas y ayudarles a conseguir que se convierta en
realidad.
La familia se enfrenta hoy a un gran
cambio social que repercute profunda y
agresivamente en ella. «La familia atraviesa una crisis cultural profunda, como
todas las comunidades y vínculos sociales. En el caso de la familia, la fragilidad de los vínculos se
vuelve especialmente grave porque se trata de la célula básica de la sociedad,
el lugar donde se aprende a convivir en la diferencia y a pertenecer a otros, y donde los padres transmiten la fe a
sus hijos. El matrimonio tiende a ser visto como una mera forma
de gratificación afectiva que puede constituirse de cualquier manera y
modificarse de acuerdo con la sensibilidad de cada uno»4.
Existen, además, los grandes problemas sociales que asolan a tantas familias
(paro, vivienda, seguridad, emigración, droga...).
En este contexto hay que ayudar a la
familia cristiana a redescubrirse siendo ella misma, con
todo el potencial misionero que tiene. Nacida del amor, la familia recibe la misión de «custodiar, revelar y comunicar el amor»5. La familia cristiana, reunida por el Señor
a través del sacramento del matrimonio, es una verdadera «iglesia doméstica», una
imagen viva y una representación histórica del misterio mismo de la Iglesia. Lo propio y original de esta «iglesia doméstica»,
lo que la distingue de las otras manifestaciones de la Iglesia de Cristo, es su
condición de comunidad de vida y amor. En ella la comunión que crea el
Espíritu, se expresa y realiza en la íntima y total unión de los esposos, como
unión de cuerpos, de sentimientos y
de voluntades, como entrega y aceptación mutua y generosa de todo lo que
constituye a las personas que la integran. De manera que el amor y la vida son,
al mismo tiempo, gracia que la familia recibe de Dios y testimonio que ella
transmite para renovación de la humanidad.
Una
tarea fundamental para la familia es la construcción responsable y generosa de
la comunión de personas. Esa comunión es parte de la misión encomendada a la
«iglesia doméstica». Por eso los cónyuges deben trabajar para construir esa comunión íntima que implica la
donación personal y total, la unidad, la fidelidad y el valor de la
indisolubilidad. Esta comunión se extiende a los demás
miembros de la familia recibidos con generosidad, como signo de sentirse
copartícipes de la obra creadora de Dios. Así todos ellos cumplen su misión
dentro de la Iglesia confirmando y perfeccionando la comunión familiar. La
oración compartida en el seno de la familia ayuda a construir esa comunión. Asumiendo esta tarea la familia
descubre el gozo de la búsqueda común de la plenitud y se convierte en Buena
Noticia para las demás familias.
Todo
ello viene marcado
por el sacramento del matrimonio que da comienzo a un apostolado especial,
que hace partícipe a la familia de la misma misión de Cristo. Caer en la cuenta
de esto es fundamental para asumir su propia misión eclesial. Esta debe asociarse
a la acción de la Iglesia, por ser parte de la Iglesia; debe hacerlo de una
forma especial, conforme el sacramento recibido y en las circunstancias que la
vida familiar le ofrece. La familia se convierte entonces en sujeto activo de
evangelización, no por un encargo recibido o una delegación, sino por su
propio ser, la vida misma de las familias. Se constituye en vida de la Iglesia
misma y por ello, construyéndose
como familia cristiana, realiza en la historia la misión sacerdotal, profética
y real conferida por Cristo y la Iglesia.
En
la concreción de esta triple misión, que
la convierte en auténtica familia misionera, la familia deberá
ser fiel a sí misma, testimoniando de modo silencioso una vida vivida en
Cristo. La familia cristiana, conforme va madurando en la fe, debe ser cada vez
más consciente de que es necesaria su participación en el anuncio explícito de
Jesucristo6, convirtiéndose en sujeto activo de la
pastoral familiar (cf.
Sínodo, n. 30). Este anuncio debe llegar a los alejados,
las familias que no creen todavía y a las familias cristianas que no viven
coherentemente la fe recibida7. Es entonces cuando tomamos conciencia,
se descubre que la familia necesita una continua evangelización para llegar a
ser comunidad evangelizadora y poder cumplir su misión en la Iglesia y en el
mundo. Ahí es donde se concreta la vocación de los cónyuges: ser, entre ellos y para los hijos,
testigos del amor de Cristo. Ese testimonio debe
llegar también a la sociedad.
La
familia cristiana está también llamada por Cristo a servir
al Reino de Dios y a difundirlo en la historia.
Es parte de su misión. La familia cristiana no debe vivir replegada egoístamente
sobre sí misma sino que ha de vivir encarnada en la sociedad y la ilumina y
enriquece por los valores compartidos y experimentados en el seno familiar. El
fundamento del amor orienta en la comunidad de personas a un reconocimiento
profundo de la dignidad y vocación de todos los que la constituyen y,
consiguientemente, al reconocimiento y promoción de sus derechos. Esta tarea
es una de las manifestaciones del protagonismo de la familia en la misión de
la Iglesia y contagia a la función de la familia en la construcción de la
sociedad.
Las
familias deben estar siempre al servicio de todos sus miembros, especialmente
de los niños, los enfermos y los más ancianos, que son los más vulnerables.
Este servicio crea una sensibilidad nueva, pues ayuda a valorar a todos, no por
lo que tienen o por lo que aportan, sino por lo
que son. Servir al evangelio de la familia y de la vida implica además el
servicio a las otras familias y, sobre todo, a las familias necesitadas.
Queridos
laicos y queridas familias: en este año los obispos de la CEAS, siguiendo la
estela de trabajo y reflexión a la que nos convocan los actuales Sínodos de los
Obispos, os animamos a redescubrir
la gran fuerza evangelizadora que tiene la familia cristiana y a ponerla al
servicio de la Iglesia y de la sociedad.
1 Juan Pablo II, Christifideles
laici, n. 20.
2 DPF n. 3; cf. FSVES n. 177.
3 Cf. Relatio Synodi, n.
30.
4 Francisco, Evangelii
gaudium, n. 66.
5 Juan Pablo II, Familiaris
consortio, n. 22.
6 Pablo VI, Evangelii
nuntiandi, n. 22.
7 Juan Pablo II, Familiaris
consortio, n. 54.
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