TIEMPOS LITURGICOS

TIEMPOS LITURGICOS

sábado, 23 de mayo de 2015

Día de la Acción Católica y del Apostolado Seglar 2015




El anuncio del Evangelio de la familia constituye una urgen­cia para la nueva evangelización como nos recuerdan los padres si­nodales (n. 29). Esta tarea es responsabilidad de todo el Pueblo de Dios. En el seno de la Iglesia existen diversas vocaciones, carismas, ministerios, condiciones de vida y responsabilidades que se comple­mentan. Como nos propone la exhortación Christifideles laici, gracias a esa diversidad y complementariedad, cada fiel laico está en dispo­sición de ofrecerle su propia aportación1. Toda vocación cristiana es, pues, una vocación al apostolado, a la misión. El matrimonio que funda la familia, es una vocación a la que Dios llama como camino de seguimiento y santidad, haciendo así de la familia lugar y fuente de evangelización, por ser vocación cristiana.
La familia debe tomar conciencia gozosa de su misión en la Iglesia, para ello hay que proponer caminos que permitan a la fa­milia alcanzar su plenitud de vida humana y cristiana2. A esta apa­sionante tarea estamos llamados todos los que formamos parte de la Iglesia, asumiendo cada uno su papel. Esto conlleva alumbrar un cambio que permita trasformar la pasividad en protagonismo, animando a la familia a asumir su misión evangelizadora3. Ello pasa porque los cónyuges, y toda la familia, asuman la responsabilidad que les viene conferida por su pertenencia a la Iglesia a través del bautismo y concretada de una forma especial por la gracia sacra­mental del matrimonio. Para conseguir este objetivo, toda la comu­nidad eclesial debe alentar a las familias a descubrir el plan que Dios ha establecido para ellas y ayudarles a conseguir que se convierta en realidad.
La familia se enfrenta hoy a un gran cambio social que reper­cute profunda y agresivamente en ella. «La familia atraviesa una crisis cultural profunda, como todas las comunidades y vínculos sociales. En el caso de la familia, la fragilidad de los vínculos se vuelve especialmente grave porque se trata de la célula básica de la sociedad, el lugar donde se aprende a convivir en la diferencia y a pertenecer a otros, y donde los padres transmiten la fe a sus hijos. El matrimonio tiende a ser visto como una mera forma de gratificación afectiva que puede constituirse de cualquier manera y modificarse de acuerdo con la sensibilidad de cada uno»4. Existen, además, los grandes problemas sociales que asolan a tantas familias (paro, vi­vienda, seguridad, emigración, droga...).
En este contexto hay que ayudar a la familia cristiana a redes­cubrirse siendo ella misma, con todo el potencial misionero que tie­ne. Nacida del amor, la familia recibe la misión de «custodiar, revelar y comunicar el amor»5. La familia cristiana, reunida por el Señor a través del sacramento del matrimonio, es una verdadera «iglesia doméstica», una imagen viva y una representación histórica del miste­rio mismo de la Iglesia. Lo propio y original de esta «iglesia domés­tica», lo que la distingue de las otras manifestaciones de la Iglesia de Cristo, es su condición de comunidad de vida y amor. En ella la comunión que crea el Espíritu, se expresa y realiza en la íntima y total unión de los esposos, como unión de cuerpos, de sentimientos y de voluntades, como entrega y aceptación mutua y generosa de todo lo que constituye a las personas que la integran. De manera que el amor y la vida son, al mismo tiempo, gracia que la familia recibe de Dios y testimonio que ella transmite para renovación de la humanidad.
Una tarea fundamental para la familia es la construcción res­ponsable y generosa de la comunión de personas. Esa comunión es parte de la misión encomendada a la «iglesia doméstica». Por eso los cónyuges deben trabajar para construir esa comunión íntima que implica la donación personal y total, la unidad, la fidelidad y el valor de la indisolubilidad. Esta comunión se extiende a los demás miembros de la familia recibidos con generosidad, como signo de sentirse copartícipes de la obra creadora de Dios. Así todos ellos cumplen su misión dentro de la Iglesia confirmando y perfeccio­nando la comunión familiar. La oración compartida en el seno de la familia ayuda a construir esa comunión. Asumiendo esta tarea la familia descubre el gozo de la búsqueda común de la plenitud y se convierte en Buena Noticia para las demás familias.
Todo ello viene marcado por el sacramento del matrimonio que da comienzo a un apostolado especial, que hace partícipe a la familia de la misma misión de Cristo. Caer en la cuenta de esto es fundamental para asumir su propia misión eclesial. Esta debe aso­ciarse a la acción de la Iglesia, por ser parte de la Iglesia; debe hacer­lo de una forma especial, conforme el sacramento recibido y en las circunstancias que la vida familiar le ofrece. La familia se convierte entonces en sujeto activo de evangelización, no por un encargo reci­bido o una delegación, sino por su propio ser, la vida misma de las familias. Se constituye en vida de la Iglesia misma y por ello, cons­truyéndose como familia cristiana, realiza en la historia la misión sacerdotal, profética y real conferida por Cristo y la Iglesia.
En la concreción de esta triple misión, que la convierte en au­téntica familia misionera, la familia deberá ser fiel a sí misma, testi­moniando de modo silencioso una vida vivida en Cristo. La familia cristiana, conforme va madurando en la fe, debe ser cada vez más consciente de que es necesaria su participación en el anuncio explí­cito de Jesucristo6, convirtiéndose en sujeto activo de la pastoral fa­miliar (cf. Sínodo, n. 30). Este anuncio debe llegar a los alejados, las familias que no creen todavía y a las familias cristianas que no viven coherentemente la fe recibida7. Es entonces cuando tomamos con­ciencia, se descubre que la familia necesita una continua evangeli­zación para llegar a ser comunidad evangelizadora y poder cumplir su misión en la Iglesia y en el mundo. Ahí es donde se concreta la vocación de los cónyuges: ser, entre ellos y para los hijos, testigos del amor de Cristo. Ese testimonio debe llegar también a la sociedad.
La familia cristiana está también llamada por Cristo a servir al Reino de Dios y a difundirlo en la historia. Es parte de su misión. La familia cristiana no debe vivir replegada egoístamente sobre sí misma sino que ha de vivir encarnada en la sociedad y la ilumina y enriquece por los valores compartidos y experimentados en el seno familiar. El fundamento del amor orienta en la comunidad de per­sonas a un reconocimiento profundo de la dignidad y vocación de todos los que la constituyen y, consiguientemente, al reconocimien­to y promoción de sus derechos. Esta tarea es una de las manifes­taciones del protagonismo de la familia en la misión de la Iglesia y contagia a la función de la familia en la construcción de la sociedad.
Las familias deben estar siempre al servicio de todos sus miembros, especialmente de los niños, los enfermos y los más ancia­nos, que son los más vulnerables. Este servicio crea una sensibilidad nueva, pues ayuda a valorar a todos, no por lo que tienen o por lo que aportan, sino por lo que son. Servir al evangelio de la familia y de la vida implica además el servicio a las otras familias y, sobre todo, a las familias necesitadas.
Queridos laicos y queridas familias: en este año los obispos de la CEAS, siguiendo la estela de trabajo y reflexión a la que nos convocan los actuales Sínodos de los Obispos, os animamos a redes­cubrir la gran fuerza evangelizadora que tiene la familia cristiana y a ponerla al servicio de la Iglesia y de la sociedad.

1 Juan Pablo II, Christifideles laici, n. 20.
2 DPF n. 3; cf. FSVES n. 177.
3 Cf. Relatio Synodi, n. 30.
4 Francisco, Evangelii gaudium, n. 66.
5 Juan Pablo II, Familiaris consortio, n. 22.
6 Pablo VI, Evangelii nuntiandi, n. 22.
7 Juan Pablo II, Familiaris consortio, n. 54.

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