«CONOZCO A MIS
OVEJAS Y ELLAS ME CONOCEN…»
Queridos
hermanos y hermanas:
Según una hermosa tradición, el domingo
"del Buen Pastor" el Obispo de Roma se reúne con su presbiterio para
la ordenación de nuevos sacerdotes de la diócesis. Cada vez es un gran don de
Dios; es su gracia. Por tanto, despertemos en nosotros un profundo sentimiento
de fe y agradecimiento al vivir esta celebración…
La Palabra
de Dios nos ofrece abundantes sugerencias para la meditación: consideraré
algunas, para que pueda proyectar una luz indeleble sobre el camino de vuestra
vida y sobre vuestro ministerio. "Jesús es la piedra; (...) no se nos ha dado otro nombre que
pueda salvarnos" (Hch
4, 11-12). En el pasaje de los Hechos
de los Apóstoles —la primera lectura—, impresiona
y hace reflexionar esta singular "homonimia" entre Pedro y Jesús: Pedro,
que recibió su nuevo nombre de Jesús mismo, afirma que Él, Jesús, es "la piedra". En efecto, la única roca verdadera es
Jesús. El único nombre que salva es el suyo. El apóstol, y por tanto el
sacerdote, recibe su propio "nombre", es decir, su propia identidad,
de Cristo. Todo lo que hace, lo hace en su nombre. Su "yo" es totalmente
relativo al "yo" de Jesús. En nombre de Cristo, y desde luego no en
su propio nombre, el apóstol puede realizar gestos de curación de los hermanos,
puede ayudar a los "enfermos" a levantarse y volver a caminar (cf.
Hch 4, 10).
En el caso
de Pedro, el milagro que acaba de realizar manifiesta esto de modo evidente. Y
también la referencia a lo que dice el Salmo es esencial: "La
piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular" (Sal 117, 22). Jesús fue "desechado", pero el
Padre lo prefirió y lo puso como cimiento del templo de la Nueva Alianza. Así,
el apóstol, como el sacerdote, experimenta a su vez la cruz, y sólo a través de
ella llega a ser verdaderamente útil para la construcción de la Iglesia. Dios
quiere construir su Iglesia con personas que, siguiendo a Jesús, ponen toda su
confianza en Dios,
como dice el mismo Salmo: "Mejor es refugiarse en el Señor que fiarse de
los hombres; mejor es refugiarse en el Señor que fiarse de los jefes" (Sal
117, 8-9).
Al
discípulo le toca la misma suerte del Maestro, que, en última instancia, es la suerte
inscrita en la voluntad misma de Dios Padre. Jesús lo confesó al final de su vida,
en la gran oración llamada "sacerdotal": "Padre justo, el mundo
no te ha conocido, pero yo te he conocido" (Jn 17, 25). También lo había afirmado antes: "Nadie
conoce al Padre sino el Hijo" (Mt 11, 27). Jesús experimentó sobre sí el rechazo de
Dios por parte del mundo, la incomprensión, la indiferencia, la desfiguración
del rostro de Dios. Y Jesús pasó el "testigo" a los
discípulos:
"Yo —dice también en su oración al Padre— les he dado a conocer tu nombre
y se lo seguiré dando a conocer, para que el amor con que tú me has amado esté
en ellos y yo en ellos" (Jn 17, 26). Por eso el discípulo, y especialmente el
apóstol, experimenta la misma alegría de Jesús al conocer el nombre y el rostro
del Padre; y comparte también su mismo dolor al ver que Dios no es conocido,
que su amor no es correspondido.
Por una parte
exclamamos con alegría, como san Juan en su
primera carta—segunda lectura—: "Mirad
qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo
somos!";
y, por otra, constatamos con amargura: "El mundo no nos conoce porque no
lo conoció a él" (1 Jn 3, 1). Es verdad, y nosotros, los sacerdotes,
lo experimentamos: el "mundo" —en la acepción que tiene este término
en san Juan— no comprende al cristiano, no comprende a los ministros del
Evangelio. En parte porque de hecho no conoce a Dios, y en parte porque no
quiere conocerlo. El mundo no quiere conocer a Dios, para que no lo perturbe su
voluntad, y por eso no quiere escuchar a sus ministros; eso podría ponerlo en
crisis. Aquí es necesario prestar atención a una realidad de hecho: este
"mundo", interpretado en sentido evangélico, asecha también a la Iglesia,
contagiando a sus miembros e incluso a los ministros ordenados. Bajo la palabra
"mundo" san Juan indica y quiere aclarar una mentalidad, una manera
de pensar y de vivir que puede contaminar incluso a la Iglesia, y de hecho la
contamina; por eso requiere vigilancia y purificación constantes. Hasta que
Dios no se manifieste plenamente, sus hijos no serán plenamente
"semejantes a él" (1 Jn 3, 2). Estamos "en" el mundo y corremos
el riesgo de ser también "del" mundo, mundo en el sentido de esta mentalidad.
Y, de hecho, a veces lo somos.
Por
eso Jesús, al final,
no rogó por el mundo
—también aquí en ese sentido—, sino por sus discípulos, para que el Padre
los protegiera del maligno y fueran libres y diferentes del mundo, aun viviendo en el mundo (cf.
Jn 17, 9.15).
En aquel momento, al final de la última Cena, Jesús elevó al Padre la oración
de consagración por los Apóstoles y por todos los sacerdotes de todos los
tiempos, cuando dijo: "Conságralos en la verdad" (Jn
17, 17). Y añadió: "Por
ellos me consagro yo, para que ellos también sean consagrados en la
verdad" (Jn 17, 19)…
De
modo análogo, todo sacerdote es destinatario de una oración personal de Cristo, y de su mismo sacrificio, y sólo en
cuanto tal está habilitado para colaborar con él en el apacentamiento de la
grey, que compete de modo total y exclusivo al Señor. Aquí quiero tocar un
punto que me interesa de manera particular: la oración y su relación con el
servicio. Hemos visto que ser ordenado sacerdote significa entrar de modo
sacramental y existencial en la oración de Cristo por los "suyos". De
ahí deriva para nosotros, los presbíteros, una vocación particular a la
oración, en sentido fuertemente cristocéntrico: estamos llamados a "permanecer"
en Cristo —como suele repetir el
evangelista san Juan (cf. Jn 1, 35-39; 15, 4-10)—, y este permanecer en Cristo se realiza
de modo especial en la oración. Nuestro ministerio está totalmente vinculado a
este "permanecer" que equivale a orar, y de él deriva su eficacia…
Que el
Espíritu Santo grabe esta divina Palabra, que he comentado brevemente, en
vuestro corazón, para que dé frutos abundantes y duraderos… Os lo obtenga la
Madre del buen Pastor, María santísima. En todas las circunstancias de vuestra
vida contempladla a ella, estrella de vuestro sacerdocio. Como a los sirvientes
en las bodas de Caná, también a vosotros María os repite: "Haced
lo que él os diga" (Jn
2, 5). Siguiendo el ejemplo
de la Virgen, sed siempre hombres de oración y de servicio, para llegar a ser,
en el ejercicio fiel de vuestro ministerio, sacerdotes santos según el corazón
de Dios.
Benedicto XVI, pp emérito
No hay comentarios:
Publicar un comentario