PARA VIVIR CON FE LA EUCARISTÍA (II)
Caridad
La fuente de la caridad perfecta es la Eucaristía. La fuente de la caridad que nunca se agota ni se cansa es la Eucaristía. En ella contrastamos nuestros personales egoísmos con las grandes carencias que existen en el mundo que nos rodea. Cada día que pasa es una oportunidad que Dios nos da para ofrecer algo o parte de la riqueza material o personal que podemos tener cada uno de nosotros.
Hay dos dimensiones que nunca podemos
olvidar al celebrar la eucaristía: la caridad hacia Dios y la caridad hacia los
hermanos. Amar a Dios con todo el corazón y con toda nuestra alma es subirse al
trampolín, para saltar y amar, aunque se nos haga duro y a veces imposible, a
los más próximos a nosotros. Y, esos próximos, ¡qué lejos los tenemos muchas
veces del corazón y qué cerca físicamente! Hoy, de todas maneras, está más de moda mirar
horizontalmente al hombre que verticalmente acordarnos de que Dios existe.
«Bajaba un hombre de Jerusalén a Jericó, y cayó
en manos de salteadores, que, después de despojarle y golpearle, se fueron
dejándole medio muerto. Casualmente, bajaba por aquel camino un sacerdote y, al
verle, dio un rodeo. De igual modo, un levita que pasaba por aquel sitio le vio
y dio un rodeo. Pero un samaritano que iba de camino llegó junto a él, y al
verle tuvo compasión; y, cercándose, vendó sus heridas, echando en ellas aceite
y vino; y montándole sobre su propia cabalgadura, le llevó a una posada y cuidó
de él. Al día siguiente, sacando dos denarios, se los dio al posadero y dijo:
“Cuida de él y, si gastas algo más, te lo pagaré cuando vuelva.” ¿Quién de
estos tres te parece que fue prójimo del que cayó en manos de los salteadores?»
Él dijo: «El que practicó la misericordia con él». Díjole Jesús: «Vete y haz tú
lo mismo».
Escucha
Cuando Dios habla no nos da simple información: se nos revela. Su Palabra es un escáner por el que vamos conociendo el corazón de Dios, sus sentimientos, sus pensamientos y, también, lo qué tiene pensado para cada uno de nosotros. Lo qué quiere de cada uno de nosotros.
El Antiguo Testamento nos prepara a la
venida de Cristo. Las epístolas u otras lecturas nos ofrecen las reflexiones de
San Pablo y de otros contemporáneos sobre Jesucristo, su vida y su mensaje. El
Evangelio nos da la clave de cada encuentro eucarístico. Es el punto culminante
de toda la Liturgia de la Palabra. Es en este momento, cuando puestos de pie
rendimos homenaje presente en la Palabra.
Le reclamaba una vez por la noche al
Señor: – “¿Por qué Señor no me escuchas?, si cada noche te hablo…” – “¿Por qué
Señor no me atiendes?, cuando en cada momento te pido…” – “¿Por qué Señor no te
veo?, si oro constantemente…” – “En esta noche Señor hablo y hablo contigo, mas
no siento tu presencia, ¿por qué Señor no me tomas en cuenta? A lo que Dios contestó: –
“Cada noche escucho tu clamor, cada noche trato de atender, cada noche trato de
hacerme ver delante de ti, y quisiera cumplir tus deseos. Pero me hablas y
pides muchas cosas, las cuales escucho con atención, sin embargo, en cuanto
terminas de agradecer y de pedir lo que necesitas, terminas tu oración, sin
darme oportunidad de hablar”
Una
conversación es un diálogo entre dos, muchas veces hablamos con Dios pero no
nos damos un tiempo para escuchar su voz. ¿Alguna vez has tratado de hablar con
alguien que no te deja decir ni una sola palabra? Pues bien, Dios quiere hacernos
escuchar su voz y para eso necesita que le des la oportunidad de hacerlo, y solo entonces, al escuchar su voz y guardar
silencio por un momento, tu oración será completa, y Dios cumplirá su promesa
de darte todo aquello que pidas con fe.
Vosotros,
pues, escuchad la parábola del sembrador. Sucede a todo el que oye la Palabra
del Reino y no la comprende, que viene el Maligno y arrebata lo sembrado en su
corazón: éste es el que fue sembrado a lo largo del camino. El que fue sembrado
en pedregal, es el que oye la Palabra, y al punto la recibe con alegría; pero
no tiene raíz en sí mismo, sino que es inconstante y, cuando se presenta una
tribulación o persecución por causa de la Palabra, sucumba enseguida. El que
fue sembrado entre los abrojos, es el que oye la Palabra, pero los
preocupaciones del mundo y la seducción de las riquezas ahogan la Palabra, y
queda sin fruto. Pero el que fue sembrado en tierra buena, es el que oye la
Palabra y la comprende: éste sí que da fruto y produce, uno ciento, otro
sesenta, otro treinta.
Javier Leoz
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