«SOPLÓ SOBRE ELLOS Y
LES DIJO: RECIBID EL ESPÍRITU SANTO»
Tras la Ascensión de Jesús, los discípulos volvieron a
Jerusalén. Allí esperarían el cumplimiento de la promesa del Espíritu. “Todos
los discípulos estaban juntos el día de Pentecostés”. En la sala donde se tuvo
la última Cena, solían reunirse, eran concordes, y oraban con algunas mujeres y
con María.
La tradición cristiana siempre ha visto
esta escena como el prototipo de la espera del Espíritu. La Madre de Jesús… era
una mujer que sabía de la fidelidad de Dios, de cómo Él hace posible lo que
para nosotros es imposible; era una mujer creyente que había aprendido a
guardar en su corazón todo lo que Dios le manifestaba. Ella era, y sigue
siendo, la que reunía a la Iglesia.
A diferencia de la torre de Babel… ahora
en Jerusalén ocurría: que las maravillas que se escuchaban eran las de Dios, y
que lejos de ser víctimas de la confusión, aun hablando lenguas distintas, eran
las justas y necesarias para entenderse.
Efectivamente, se trataba de hacer
entender en todos los lenguajes lo que maravillosamente Dios había dicho y
hecho. La misión de la Iglesia es continuar la de Jesús: “como el Padre me ha
enviado, así también os envío yo”.
Los discípulos de Jesús que formamos su
Iglesia, como miembros de su “cuerpo”, desde nuestras cualidades y dones, en
nuestro tiempo y en nuestro lugar, estamos llamados a continuar lo que Jesús
comenzó.
El Espíritu nos da su fuerza, su luz, su
consejo, su sabiduría para que a través nuestro también puedan seguir
escuchando hablar de las maravillas de Dios y asomarse a su proyecto de amor
otros hombres, culturas, situaciones.
El Espíritu “traduce” desde nuestra vida,
aquel viejo y nuevo mensaje, aquel eterno anuncio de Buena Nueva. Esto fue y
sigue siendo el milagro y el regalo de Pentecostés.
+ Fr. Jesús Sanz Montes,
ofm – Arzobispo de Oviedo
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