PARA PREPARAR LA SOLEMNIDAD DEL
SANTÍSIMO
CUERPO Y SANGRE DE CRISTO (I)
“Alabado sea el Santísimo Sacramento del
Altar.
Sea por siempre bendito y alabado”
Queridos fieles de Cádiz y Ceuta:
Cristo Eucaristía, tesoro de la Iglesia
Me dirijo a vosotros en la cercanía de la
Solemnidad del Corpus Christi. Toda la historia de Dios con los hombres se
resume en las palabras pronunciadas por Jesús en la última cena: “Tomad, esto es mi
cuerpo. Esta es mi sangre de la alianza, que es derramada por muchos” (Mc 14,22-24). Hablan del acontecimiento central
de la historia del mundo y de nuestra vida personal. Son palabras inagotables
porque hablan de una persona que, a través del sacramento de la eucaristía, se
acerca y se une a nosotros. En la eucaristía experimentamos a Dios, su
presencia y su cercanía. Pero, contemplando la Hostia
consagrada, en cada procesión y en la adoración, experimentamos su visita a la
Iglesia en la proximidad de nuestras personas, casas y calles.
En su presencia se expande nuestro ánimo y desbordan de fervor nuestros labios
y el corazón, contemplando en la fe a Aquel que, con certeza sabemos, nos ama
infinitamente y provoca en nosotros los mejores deseos de entrega y de
pervivencia feliz durante toda la eternidad.
Cristo, siempre contemporáneo nuestro,
viene continuamente a nosotros de múltiples modos, en su Palabra, en la
cercanía del prójimo, en los sacramentos. Pero en la eucaristía nos da su
propia vida de modo eminente y sublime. En este pan comprendemos las
palabras de Cristo antes de la pasión: “Si el grano de trino no cae en tierra y muere, queda el solo;
pero si muere, da mucho fruto” (Jn 12,24). Este pan que nos alimenta en la peregrinación de la vida nos
descubre a un Dios que muere y nos lleva a la vida. Recibirle y contemplarle es
una de las mayores gracias que un cristiano puede recibir, lleno cada vez de asombro
y admiración. No es un símbolo más, sino que su presencia real, tal como nos lo
presenta Cristo mismo en la institución de este sacramento y en el discurso del
Pan de Vida (cf. Jn 6), nos hace vivir eternamente.
Jesucristo instituye este sacramento como
permanente memorial, como escuela de amor, de oblación y sacrificio, presente
para siempre en su iglesia para que aprendamos, unidos a su experiencia de
entrega, a ofrecernos y entregarnos a nosotros mismos por amor. Es fuente de
gracia y de acción de gracias, punto de encuentro con la Trinidad y lugar de
superación, y, por ello, un fabuloso consuelo. En la eucaristía a prendemos a
servir, haciéndonos –como Cristo– esclavos que lavan los pies a los demás,
hasta la entrega total de la vida (cf. Jn 13).
Los granos molidos que se convierte en
este pan nos hablan también de un proceso de unificación para llegar a ser un
solo pan y un solo cuerpo. En la comunión, por consiguiente, experimentamos la verdadera
unión con Dios y con el prójimo, después de romper la coraza del individualismo que nos impide
amar y nos inutiliza viviendo para nosotros mismos. Cristo eucaristía es, así
mismo, el lugar de la comunión de la Iglesia, comunidad de hermanos, que, como
un cuerpo fuerte, unidos a su Cabeza en la autoridad del Vicario de Cristo y
los sucesores de los apóstoles, nos permite lanzarnos sin miedo a la misión, a
transformar la sociedad y a la evangelización. Pidamos al Padre que nos dé “el
pan de cada día”, como Jesús nos enseñó a pedir en el Padrenuestro, y que este
pan “diario” y “de vida eterna” nos recuerde que nuestro tiempo está abrazado
por la eternidad.
La Solemnidad del Corpus Christi para el amor más grande
Hermanos: Si hay un momento donde se manifieste nuestra fe de modo
eminente y se venere solemne y públicamente a Cristo resucitado es en la
celebración de la Solemnidad del Corpus Christi. La tradición de llevar el
santísimo Sacramento en procesión es un gesto lleno de significado. Le seguimos
en ella y le imploramos, adoramos y aclamamos haciendo profesión pública de
nuestra fe. Esta es la verdadera fiesta solemne y pública de Cristo resucitado
que sigue presente entre nosotros, alimentando y haciendo crecer nuestra fe.
Por ello cantamos: “¡Venid, adorémosle!”. El Sacramento de la Eucaristía llena por completo la vida de
la Iglesia, que se convierte para siempre en un cenáculo permanente donde
rememoramos y nos adentramos misteriosamente en la pasión, muerte y resurrección
de Cristo; donde nos identificamos hasta cristificarnos con él, donde encontramos
fuerza para perseverar y consuelo en nuestras luchas. Es la fuente y la cima de nuestra vida
cristiana, siempre escuela de entrega y amor, misericordia y servicio,
adoración y acción, embriaguez de amor sublime a Dios y renuncia heroica hasta dar
la vida por los demás. Al procesionar por nuestras calles le pedimos: “Quédate con nosotros,
Jesús; danos el pan de la vida eterna que purifica nuestras conciencias con el
poder de tu amor misericordioso. Líbranos del mal, de la violencia y del odio
que nos contamina. Mira con compasión a los necesitados, a los enfermos,
empobrecidos y abandonados. Convierte nuestra ciudad en un templo donde
encontremos tu caridad y tu paz. Tu que nos diste el Pan del Cielo, el auténtico
Maná que nos alimenta en esta vida, fortalécenos en nuestra peregrinación de la
vida”.
La presencia del Señor en la Eucaristía
nos hace experimentar que nunca estamos solos, que Cristo comparte nuestra
vida, que sigue siendo –tal como el mismo quiso– “Dios con nosotros”, el
Emmanuel, que nos acompaña hasta el fin de los tiempos. En su presencia, además,
pregustamos ya el deleite del amor infinito que ha de colmar nuestros anhelos
durante toda la eternidad.
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