Hermanos
míos: hoy empezamos el gran viaje de la Cuaresma. Nuestro ayuno tiene hambre y
tiene sed si no se nutre de bondad, si no se sacia de misericordia. Nuestro
ayuno tiene frío, nuestro ayuno falla, si la cabellera de la limosna no lo
cubre, si el vestido de la compasión no lo envuelve. Hermanos, lo que la
primavera es para la tierra, la misericordia lo es para el ayuno: el viento suave de la primavera hace florecer
todos los brotes de las llanuras; la misericordia del ayuno siembra nuestras
semillas hasta la floración, éstas dan fruto hasta la recolecta celestial.
Lo que el
aceite es para la lámpara, la bondad lo es para el ayuno. Como la grasa del aceite mantiene encendida la luz
de la lámpara y la hace brillar para consuelo de todos en la noche, así también
la bondad hace resplandecer el ayuno: desprende rayos hasta que alcanza el
esplendor pleno de la continencia. Lo que el sol es para el día, la limosna lo es para
el ayuno:
el esplendor del sol aumenta la plenitud del día, disipa la oscuridad de la
noche; la limosna acompaña al ayuno santificando la santidad y, gracias a la
luz de la bondad, purifica nuestros deseos de todo lo que podría ser mortífero.
En
una palabra: lo que el cuerpo es para el alma, la generosidad lo es para el
ayuno: cuando el alma se retira
del cuerpo, le ocasiona la muerte; si la generosidad se aleja del ayuno, es su
muerte.
San Pedro crisólogo
Obispo de Rávena; con su vida santa y la
elocuencia de su palabra ganó numerosas conversiones (Ca. 380-Ca. 450)
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