FEBRERO
2017
«Os daré
un corazón nuevo; infundiré en vosotros un espíritu nuevo» (Ez 36,
26).
El corazón remite a los afectos, a los
sentimientos, a las pasiones. Pero para el autor bíblico es mucho más: junto
con el espíritu, es el centro de la vida y de la persona, el lugar de las
decisiones, de la interioridad y de la vida espiritual. Un corazón de carne es
dócil a la Palabra de Dios, se deja guiar por ella y formula «pensamientos de
paz» hacia los hermanos. Un corazón de piedra está cerrado en sí mismo, incapaz
de escuchar y de tener misericordia.
¿Necesitamos
un corazón nuevo y un espíritu nuevo? No hay más que mirar a
nuestro alrededor. La violencia, la corrupción, las guerras nacen de corazones
de piedra que se han cerrado al proyecto de Dios sobre su creación. Incluso si
miramos dentro de nosotros con sinceridad, ¿no nos sentimos movidos muchas
veces por deseos egoístas? ¿Es efectivamente el amor el que guía nuestras
decisiones; es el bien del otro?
Observando esta pobre humanidad nuestra,
Dios se compadece. Él, que nos conoce mejor
que nosotros mismos, sabe que necesitamos un corazón nuevo. Así se lo promete al profeta Ezequiel,
pensando no solo en las personas individualmente, sino en todo su pueblo. El
sueño de Dios es recomponer una gran familia de pueblos como la concibió desde
los orígenes, modelada por la ley del amor recíproco. Nuestra historia ha
mostrado en muchas ocasiones, por un lado, que solos somos incapaces de cumplir
su proyecto; y por otro, que Dios nunca se cansa de volver a apostar por nosotros e incluso promete darnos
Él mismo un corazón y un espíritu nuevos.
«Os daré un corazón nuevo; infundiré en vosotros un
espíritu nuevo»
Él
cumple plenamente su promesa cuando manda a su Hijo a la tierra y envía su
Espíritu en el día de Pentecostés. De ahí nace una comunidad -la de los primeros
cristianos de Jerusalén- que es icono de una humanidad caracterizada por «un
solo corazón y una sola alma» (Hch 4, 32).
También yo, que escribo este comentario, y
tú, que lo lees o lo escuchas, estamos llamados a formar parte de esta nueva
humanidad. Es más, estamos llamados a formarla a nuestro alrededor, a hacerla
presente en nuestra vida y en nuestro trabajo. Fíjate qué gran misión se nos
encomienda y cuánta confianza pone Dios en nosotros. En lugar de deprimirnos
ante una sociedad que muchas veces nos parece corrupta, en lugar de resignarnos
ante males que nos sobrepasan y encerrarnos en la indiferencia, dilatemos el corazón «a la medida del Corazón de
Jesús. ¡Cuánto trabajo! Pero es
lo único necesario. Hecho esto, está hecho todo». Es una invitación de Chiara
Lubich, que dice a continuación: «Se trata de amar a cada uno que se nos acerca
como Dios lo ama. Y dado que estamos sujetos al tiempo, amemos al prójimo uno
por uno, sin conservar en el corazón ningún resto de afecto por el hermano con
el que acabamos de estar».
No
confiemos en nuestras fuerzas y capacidades, inapropiadas, sino en el don que Dios nos hace: «Os daré un corazón
nuevo; infundiré en vosotros un espíritu nuevo».
Si permanecemos dóciles a la invitación
de amar a cada uno, si nos dejamos guiar por la voz del Espíritu en nosotros,
nos convertimos en células de una humanidad nueva, artesanos de un mundo nuevo
en medio de la gran variedad de pueblos y culturas.
Fabio Ciardi
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