«TAMBIÉN ESTÁ ESCRITO: NO TENTARÁS AL SEÑOR, TU DIOS»
Se
subraya en el Evangelio, tanto de Lucas como de Mateo, que Jesús es conducido por el Espíritu Santo al
desierto y allí es tentado. No deja de llamar la atención que el lugar de
gracia, de encuentro con el Padre es el desierto, pero también puede ser lugar
de tentación, donde aprovecha el diablo para, como aquel que divide la obra de
Dios, que siempre divide, y nos quiere separar de Dios, de los hermanos y de
nosotros mismos, saltar al ataque, incluso en los lugares que son de encuentro
y gracia, como lo es el desierto.
En
el Padre nuestro no pedimos no tener tentaciones sino no caer en la tentación.
La tentación es inevitable. Nos acecha en el camino para seguir a Jesús. Es
siempre un obstáculo, una trampa para no cumplir su misión. La tentación ni es
buena ni es mala, sólo es una
oportunidad de crecer cuando no nos metemos nosotros en el peligro, para
que, como dice el libro del Eclesiastés: “el
que ama el peligro en él perecerá”.
Pero, también es verdad que muchas veces, la tentación nos hace caer en
la cuenta del tesoro que llevamos en el corazón y de cuánto vale la vida
cristiana cuando se nos quiere arrebatar.
Recuerdo
haber leído a Jung, un discípulo de Freud, que la tentación nos suele conducir
a descubrir nuestros grandes tesoros y lo expresa con un cuento amplio, que en
resumen dice lo siguiente:
«En la colina de un
pueblo, en unas cuevas, había muchos perros rabiosos que cada vez hacían cundir
más el pánico en el pueblo. Se escuchaban todo tipo de historias de los perros
rabiosos y la cueva. Algunos decían que se escapaban por la noche y mataban
incluso a niños. Tanto era el horror que se estaban planteando, los habitantes
de aquel pueblo, abandonar y marcharse a otro lugar. Un buen día llegó un
hombre que conocía el lenguaje de los perros y se ofreció a las autoridades
para un encuentro con los perros. Cuando bajó de la cueva de la colina, les
dijo que aquellos perros lo que hacían era custodiar el tesoro del pueblo. Que
estaban esperando que se lo llevaran para marcharse, pero su misión era guardar
el tesoro de aquel pueblo. Y así fue. Cuando llegaron las autoridades a la
cueva y vieron el inmenso tesoro que custodiaban aquellos perros, al
llevárselos, cesaron sus presencias y se marcharon a otro lugar».
Jung lo explica hablando del tesoro del
corazón humano donde las tentaciones son el reguero que nos conduce a nuestros
grandes tesoros. Donde tienes tus tesoros, donde guardas tus grandes amores, serás
tentado: la vocación, la familia, la amistad, la Iglesia, tu comunidad.
Cuando Santa Teresita de Lisieux decía que estaba tan tentada en la fe, nos
está diciendo, en el fondo, que la fe era el tesoro de su vida y de su corazón.
Es fácil descubrir que nuestras grandes tentaciones nos conducen a nuestros
grandes tesoros. Solo somos tentados en aquello que es tesoro para nuestra
vida.
Ayunar en el desierto es vencer las tres
grandes tentaciones del corazón humano: el tener, el poder y el éxito. Ante el tener, convertir las piedras en pan, Jesús nos habla del compartir; ante el poder contrapone la humildad
de “ponerse de rodillas a los pies de los pobres” y la tentación del éxito, se
vence con el escándalo de la cruz, pues el éxito no es una palabra del
vocabulario de Dios ni debe ser del cristiano. La palabra del cristiano es
fecundidad, fruto, y tiene mucho que ver con la humildad, con ser grano
escondido en el surco de la vida.
Confiando en
el Corazón del Señor, entonces el desierto nos hace volver al fondo del
paraíso, donde florece el Amor que pasa por la cruz y pasa por la tentación de
quien confía en su debilidad.
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