«ESTE ES MI HIJO AMADO, EN QUIEN ME COMPLAZCO. ESCUCHADLO»
Este texto,
Mt, 17, lo comenta bellamente el Papa San Juan Pablo II en “Vita consecrata”. Es un icono, una imagen, tanto para Oriente
como para Occidente, del seguimiento de Cristo. Nunca se da una vida de
seguimiento mientras que no digamos una y otra vez, en verdad: “Señor, ¡qué
bien se está contigo aquí!”. Cuando entendemos la vida cristiana como una carga
y luego pasamos al gozo, entonces el camino es la cruz, pero el destino es la
resurrección y la vida.
Este pasaje la Iglesia también lo celebra
y proclama el día 6 de agosto, día de la Transfiguración. Precisamente, en ese
día, murió Pablo VI, que era un enamorado del icono de la Transfiguración.
También, en Cuaresma se nos recuerda que el Monte Alto, el Tabor, está en el
camino de subida a Jerusalén donde se va a consumar su muerte y resurrección.
Hay que subir para bajar y hay que bajar para subir.
La
Transfiguración nos invita a ser vidriera para dejar pasar por nuestra vida la
Luz de Cristo, como los santos. Recuerdo que me comentaba una catequista
que cuando le preguntaba a sus niños de catequesis qué era un santo, una niña
le respondió: Un santo es el que deja pasar la Luz de Dios. Había visto en las
vidrieras de la parroquia que los santos dejaban pasar la luz, y dio la mejor
definición de un santo, el que, como vidriera deja pasar la Luz de Dios.
¡Magnifico!. La Transfiguración, más allá de la figura, es el mismo Jesús que deja pasar la Luz de su identidad.
Jesús invita a subir a los tres íntimos: Pedro,
Santiago y Juan. Es el único pasaje de
todo el Evangelio donde en la humanidad de Cristo, todavía de carne mortal,
aparecen los signos de la divinidad. Aparece, como luego lo hará en la
Resurrección, pero aquí y ahora, sin los signos de la pasión. Ni manos traspasadas,
ni pies traspasados, ni costado abierto. Se le contempla en el esplendor de su
divinidad, como dice el Prefacio: para
alentar la esperanza a los que van a pasar por el escándalo de la cruz. Para
que crean ya anticipada la Resurrección que le
espera en Jerusalén y que pasa necesariamente por sus “ansias redentoras”,
por la Cruz, por el crudo invierno que
nos lanza a la eterna primavera de la Resurrección.
Moisés y Elías conversando con Jesús,
dialogando con Él, nos adentran en un misterio precioso, la vida cristiana es
Moisés que representa la Ley y Elías que representa la vida mística. Entrar en el misterio de Dios y dialogando
con Cristo, hace que alcancemos la santidad que no puede ser sólo ley con
Moisés, pero tampoco sólo, solo gracia. Es la colaboración de ambas. Es don de
Dios con colaboración humana. Es Jesús dialogando con Moisés y Elías.
Finalmente, está expresando la identidad
de cada cristiano en este pasaje de la Transfiguración. A cada uno de nosotros
el Padre nos contempla como hijos amados, predilectos, en quien se complace el
Señor y nos invita a que nuestra vida esté determinada por la escucha de la
Palabra de Dios. “Escucha, Israel”. El Padre nos invita a escuchar a su Hijo
amado, se baja del monte y se va al Valle de la desfiguración. El Señor
comienza a hablar ya en la vida, en las dificultades, esperanzas, gozos y
alegrías de nuestra vida.
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Francisco Cerro Chaves. - Obispo de Coria-Cáceres
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