Comienza este Evangelio con una expresión que nos acerca
implícitamente a la fe Nuestra Señora: guardar
la Palabra de Dios y dejar que Él nos ame haciendo morada en nosotros.
María amó al Señor guardando sus Palabras y viviéndolas, por eso la llamarían
todos bienaventurada (Lc
1,45.48), empezando por el mismo Jesús (Lc 11,27).
Y por eso también su corazón fue constituido morada de Dios, donde encontrar su
Presencia y donde escuchar su Voz. Esta fue la grandeza de María y la más alta
maternidad. Amar
a Dios es guardar así su Palabra, como hizo María, dejando que haga y
diga en nosotros, incluso más allá de lo que nuestro corazón es capaz de
comprender.
Jesús hace una promesa fundamental: el
Padre enviará en su nombre un Consolador (un Paráclito), el Espíritu Santo,
para que enseñe y recuerde (Jn
14,26) todo cuanto Jesús ha ido mostrando y diciendo, y que
no siempre ha sido comprendido, ni guardado. Justamente, la vida “espiritual” es acoger a este
Espíritu prometido por Jesús, para que en nosotros y a
nosotros enseñe y recuerde, tantas cosas que no acabamos de ver ni comprender
en nuestra vida, tantas cosas que no hacemos en “memoria de Jesús”, y por eso
las vivimos distraídamente, en un olvido que nos deja el corazón tembloroso y acobardado
también, como el de aquellos discípulos, dividido por dentro y enfrentado por
fuera.
La alusión que hemos hecho a María para
comprender el trasfondo de este Evangelio no es una cuña banal o piadosa. La Palabra cumplida de Dios se hizo
carne en la Santa Virgen. Ella
fue y es modelo de espera y de esperanza cuando todos se fueron
huyendo a sus lágrimas, a sus ciudades, a sus quehaceres o a sus casas cerradas
a cal y canto. Es como una “primera entrega” de lo que Dios regalaría a
aquellos hombres, cuando con María reciban en Pentecostés el cumplimiento de
eso que ahora se les prometía. Y lo que a ellos se les prometió también fue
para nosotros. No en vano el pueblo cristiano aprende a esperar este Espíritu
Consolador con María, y a guardar las Palabras de Dios como ella en este tiempo
de mayo florido.
+ Jesús Sanz Montes, ofm-Arzobispo de Oviedo
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