MISERICORDIA CON LOS POBRES Y
NECESITADOS
La misericordia que Dios es
no se manifiesta “en general”, sino en cada uno de nosotros que somos
pecadores y que necesitamos convertirnos y volver a Dios mediante la confesión
de los pecados en el sacramento de la Penitencia, sacramento de la Misericordia de Dios. En Jesús crucificado, Dios quiere alcanzar al
pecador incluso en su lejanía más extrema, justamente allí donde se perdió y se alejó de Él con
la esperanza de poder así, finalmente, enternecer el corazón endurecido de su
Esposa”. De esa Iglesia-Esposa que somos para Él cada uno de los cristianos en
la Iglesia.
Por tanto, cuanto más lejos de Dios
nos encontremos, más debemos tomar en consideración la misericordia de Dios. Es para nosotros y para
todos, sin excluir a nadie. Solamente así podremos ser luego testigos de esa
misericordia ante otros, contándoles nuestra experiencia, invitándoles a
comprobarlo personalmente manifestando que nuestro corazón se ha trasformado
en un corazón misericordioso con los demás.
He aquí el porqué de nuestra fe que se
traduce en obras concretas y cotidianas, destinadas a ayudar a nuestro prójimo en el
cuerpo y en el espíritu -nutrirlo, visitarlo, consolarlo y educarlo-, sobre lo
que seremos juzgados por Dios al final de nuestra vida. Por eso Francisco desea que
reflexionemos sobre las obras de misericordia corporales y espirituales: para “despertar nuestra
conciencia, muchas veces aletargada ante el drama de la pobreza, y para entrar
todavía más en el corazón del Evangelio, donde los pobres son los privilegiados
de la misericordia divina” (Misericordiae vultus, 15).
Es preciso -a mi entender- ayudar a todos
a experimentar la alegría de descubrir en los milagros diarios la grandeza de
su Amor Misericordioso. En la Misericordia de Dios no hay cabida para la
casualidad: Dios crea amor, por amor se entrega, por amor perdona con infinita
Misericordia. Descubramos que todo lo que hacemos desde que nos levantamos
hasta acostamos está lleno de pequeños milagros: poder comer cada día, tener
una casa donde sentirse protegidos. Poder recibir estudios, atención médica.
También siendo partícipes de la generosidad del Amor de Dios que nos empuja a
ser mejores, a renunciar al egoísmo. Este descubrimiento en la donación de uno
mismo, cuando compartimos algo que nos gusta con un amigo nos ayudará a
progresar y a reflexionar: ¿veo en el pobre la carne de Cristo que “se hace de nuevo visible
como cuerpo martirizado, llagado, flagelado, desnutrido, en fuga... para que
nosotros lo reconozcamos, lo toquemos y lo asistamos con cuidado? ¿Y qué hago
en consecuencia? ¿Me doy cuenta de que en cada uno de los necesitados continúa
“la historia del sufrimiento del Cordero Inocente”? ¿Soy capaz de descubrir ahí
aquella “zarza ardiente de amor gratuito ante el cual, como Moisés, sólo
podemos quitarnos las sandalias (cf. Ex 3,5)”, más aún en el caso de los cristianos
perseguidos precisamente a causa de su fe?
Es bueno recordar también que
el pobre más miserable
es quien no acepta reconocerse como tal. Cree que es rico, pero en realidad es el más pobre de los
pobres. Es esclavo del pecado, concretamente, el que utiliza los bienes
materiales para servirse a sí mismo, no a Dios y a los demás (cf. Lc 16,20-21).
No nos engañemos pues, con una
consideración superficial o genérica de la misericordia, pensando que esto
debe de ser “para otros”. En los pobres está Cristo y mendiga nuestra conversión. Los pobres
y necesitados son la “posibilidad de conversión que Dios nos ofrece y que
quizá no vemos. Ninguno de nosotros está vacunado contra ese ofuscamiento que
conlleva el querer ser como Dios. No sólo “a lo grande”, en las formas sociales y
políticas de los totalitarismos, o en “las ideologías del pensamiento único y
de la tecnociencia, que pretenden hacer que Dios sea irrelevante y que el
hombre se reduzca a una masa para utilizar”. No sólo en referencia a “un modelo falso de desarrollo,
basado en la idolatría del dinero, como consecuencia del cual las personas y
las sociedades más ricas se vuelven indiferentes al destino de los pobres, a
quienes cierran sus puertas, negándose incluso a mirarlos”. No sólo eso. Se trata de
“nosotros mismos”, cada uno, a escala doméstica, en la familia, o con el grupo
de nuestros amigos. Por eso ahora, leemos, es “un tiempo favorable para
salir por fin de nuestra alienación existencial gracias a la escucha de la
Palabra y a las obras de misericordia”. Concreta Francisco: “Mediante las [obras de misericordia] corporales tocamos la carne
de Cristo en los hermanos y hermanas que necesitan ser nutridos, vestidos,
alojados, visitados, mientras que las espirituales tocan más directamente
nuestra condición de pecadores: aconsejar, enseñar, perdonar, amonestar,
rezar. Por tanto, nunca hay que separar las obras corporales de las
espirituales. Precisamente tocando
en el mísero la carne de Jesús crucificado el pecador podrá recibir como don la
conciencia de que él mismo es un pobre mendigo”. Y esto es así porque “sólo en este amor está
la respuesta a la sed de felicidad y de amor infinitos que el hombre
—engañándose— cree poder colmar con los ídolos
del saber, del poder y del poseer”. Ídolos, que pueden conducir –lo dice el Papa sin remilgos– al
eterno abismo de soledad que es el infierno. Tener en cuenta esto también forma
parte de la personalización de la misericordia.
“Jesús nos revela el rostro de Dios con su
comportamiento compasivo hacia los hermanos marginados y pobres, un amor
“visceral”.
Miremos a todos con la mirada compasiva de Jesús, para consolar a cada
descartado, afligido, herido de la vida, a cada empobrecido. Nada más concreto
que la ternura de Dios para orientar nuestro itinerario en el año jubilar de la
misericordia y ver a Cristo mismo en cada uno de los necesitados (cf. Mt 25, 31-45). Vivamos la caridad en toda su extensión y sus múltiples
expresiones y realizaciones vibrando ante las pobrezas que nos rodean. La Iglesia es experta en
misericordia. Las incontables obras presentes en nuestras parroquias,
comunidades religiosas, cofradías, etc. son muestra de ello. En este año
jubilar son una llamada imperiosa para prestar nuestra ayuda y cambiar nuestro
corazón a la medida del de Cristo.
+
Mons. D. Rafael Zornoza Boy – Obispo de Cádiz y Ceuta
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