Queridos amigos
¡Feliz Pascua!
La alegría del Resucitado, nuestro Evangelio
Me dirijo a vosotros con gran alegría para
desearos la felicidad de Cristo Resucitado cuando aún resuenan los aleluyas de
la resurrección que anuncian esta gran fiesta que es el Domingo de la
Resurrección del Señor, cuya celebración se prolonga cincuenta días hasta
Pentecostés, y que nos invita a vivir la originalidad radical del cristianismo,
a experimentar hasta qué punto “los sufrimientos de ahora no pesan lo que la
gloria que un día se nos descubrirá”, como dice San Pablo (Rm 8,18). Esta es la razón por la que Cristo y su
Evangelio son una “Buena Noticia” que nos alegra, pues nos cambia la vida,
y nos hace mensajeros de una alegría que el mundo no puede experimentar. Toda
la Pascua es como un solo día, como una gran luz que nos anuncia que
Jesucristo, venido del cielo al universo de los hombres, ha entrado en las
tinieblas de este mundo y las tinieblas se volvieron luz. Él nos dice: “He resucitado y ahora estoy siempre
contigo”, “mi mano te sostiene”. Su resurrección es un hecho único en la
historia y, al tiempo, un misterio de fe; es un misterio de vida y gozo para
quienes en el bautismo han muerto y resucitado con Él.
Esta
es nuestra fe, la fe de la Iglesia
La Iglesia exulta en toda la
tierra y proclama un Aleluya sonoro que abarca el orbe entero. Es la expresión del gozo desbordante que
nace de la fe, del encuentro vivo con el resucitado, de la experiencia de
haberle encontrado vivo y activo. Confesemos nuestra fe con las palabras del
Símbolo niceno-constantinopolitano: “Resucitó al tercer día, según las
Escrituras”; o, con las palabras del Símbolo de los Apóstoles: “Al tercer día
resucitó de entre los muertos”.
La resurrección, aun siendo un
evento determinable en el espacio y en el tiempo, transciende y supera la
historia. La certeza de la resurrección de Jesús ha hecho de nosotros
hombres nuevos, como sucedió con los apóstoles y con las santas mujeres. No
sólo se afianzó en ellos la fe en Cristo, sino que se transformaron sus vidas y
quedaron preparados para dar testimonio de la verdad sobre su resurrección y
sobre nuestra redención. También nosotros nos alegramos y gozamos con la Gloria
y el gozo de Cristo Nuestro Señor resucitado y triunfante.
La fe cristiana y la predicación de la
Iglesia tienen su fundamento en la resurrección de Cristo, que es la confirmación
definitiva y la plenitud de la revelación, y al mismo tiempo es la fuente del poder del evangelio que nos salva y de
la Iglesia. Ella nos aporta la presencia confortadora de Cristo glorioso, el
gozo de la gracia, la esperanza y la posesión ya incoada en nosotros de la vida
eterna. Se trata de una alegría más sólida que sensible y fruitiva, como lo es
la paz que ofrece Jesús: “Mi paz… no es una paz como la que da el mundo” (Jn 14, 27). Algo tan sublime debemos implorarlo
como verdadero don.
Vivamos
la vida nueva
Jesucristo, por su muerte, nos ha liberado
del pecado y nos abre el acceso a la vida nueva, pues se ha revelado como “Hijo
de Dios con poder, según el espíritu de santidad, por su resurrección de entre
los muertos” (Rom 1, 4), y transmite a los hombres esta
santidad porque “fue entregado por nuestros pecados y fue resucitado para
nuestra justificación” (Rom 4, 25). Busquemos por todos los medios esta
nueva vida que brota del bautismo, y, como
resucitados con Cristo, anhelemos “los bienes de arriba”.
Pidamos
al Resucitado que crezca nuestra fraternidad
La participación en esta vida nueva hace
también que los hombres sean “hermanos” de Cristo, como el mismo Jesús llama a
sus discípulos después de la resurrección: “Id a anunciar a mis hermanos...” (Mt 28, 10;
Jn 20, 17). Hermanos no por naturaleza sino
por don de gracia, pues esa filiación adoptiva nos da una verdadera y real
participación en la vida del Hijo unigénito, tal como se reveló plenamente en
su resurrección. Que esta fraternidad sea nuestro distintivo y que brille, ante
nuestro mundo fragmentado y desunido, la presencia viva del resucitado que nos
hermana en la comunidad de discípulos. Que la unidad sea el reflejo de esta
nueva vida con el resucitado que anhela el corazón, y que se expresa mejor en la caridad
fraterna y en la comunicación cristiana de bienes.
Reavivemos
nuestra esperanza
La resurrección del Señor es el
fundamento, el manantial y la certeza de nuestra futura resurrección. “Si el Espíritu de Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos habita
en nosotros, Aquel que resucitó a Cristo de entre los muertos dará también la
vida a vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que habita en vosotros” (Rom 8, 11). Es un proceso misterioso de
revitalización que
alcanzará también a los cuerpos en el momento de la resurrección por el poder
de ese mismo Espíritu Santo que obró la resurrección de Cristo. Que la esperanza sobrenatural sea el distintivo de nuestro ejemplo, y que
la paz para afrontar las dificultades sea el consuelo para los tristes,
enfermos, ancianos y cuantos viven en soledad o han perdido el sentido de la
vida.
Vivamos
la gracia de ser hijos de Dios
En espera de esa transcendente plenitud
final, Cristo resucitado vive en los corazones de sus discípulos y seguidores como fuente de santificación por el
Espíritu Santo, fuente de la vida divina y de la filiación, fuente de la futura
resurrección. Esa certeza le hace decir a San Pablo en la Carta a los Gálatas:
“Con Cristo estoy crucificado; y no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en
mí. La vida que vivo al presente en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios
que me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gal 2, 20). Como el Apóstol, también cada
cristiano, aunque vive todavía en la carne (Cfr. Rom 7, 5), vive una vida ya espiritualizada con
la fe (Cfr. 2 Cor 10, 3), porque el
Cristo vivo, el Cristo resucitado se ha convertido en el sujeto de todas sus
acciones: Cristo vive en mí (Cfr. Rom 8, 2. 10)11;. Flp 1, 21; Col
3, 3). He aquí la vida en el Espíritu Santo que
hemos de desear y pedir para ser en todo profundamente cristianos.
+ Rafael, Obispo de Cádiz y Ceuta - Pascua de 2016
+ Rafael, Obispo de Cádiz y Ceuta - Pascua de 2016
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