AHONDAR EN NUESTRA CONVERSIÓN
Queridos hermanos y hermanas:
Iniciamos la última semana de Cuaresma,
pórtico de la Semana Santa. Es posible que no pocos cristianos, por dejadez o por
pereza, no hayan entrado todavía en el camino de conversión al que nos insta la
Iglesia en este tiempo propicio y favorable. Por ello, la
liturgia de este domingo nos invita con particular insistencia a recuperar el
tiempo perdido, a quemar etapas y a prepararnos de verdad para
celebrar los grandes misterios de nuestra salvación.
En la primera lectura,
tomada del Libro de la consolación de Isaías, se anuncia al
pueblo de Israel, cautivo y desterrado en Babilonia, el final de la opresión.
Dios que en el Éxodo le abrió caminos en el mar, está presto a hacer nuevos
prodigios, a aflorar agua en el desierto y ríos en el yermo, a brindar a su
pueblo la salvación, la libertad y la alegría, que en la segunda lectura cifra San Pablo en el conocimiento de Cristo y en la
adhesión a su persona. Porque todo lo demás es basura, es preciso desprendernos
de los lastres que impiden el seguimiento de Cristo, volando hacia la meta
ligeros de equipaje para ganar el premio.
Urge, pues, que en el final de la Cuaresma
intensifiquemos nuestra conversión, nuestra vuelta al Señor con todo lo que somos y tenemos,
entendimiento y voluntad, afectos y sentimientos, opciones y compromisos. Urge que rompamos con el pecado que nos atenaza y roba nuestra libertad,
y que aligeremos nuestra carga de toda adherencia terrena, nuestros miedos y
cobardías, nuestras ataduras y apegos, nuestras claudicaciones y pecados. Todo
es nada en comparación con la grandeza de una vida en comunión con el Señor,
pues con Él, como nos dice San Pablo, todo es ganancia.
El Evangelio nos narra la acogida que dispensa Jesús a la mujer
adúltera. La ley judía castigaba el adulterio con la muerte. Los fariseos
pretenden que el Señor condene a la mujer, pero Él rehúsa condenarla. La mirada
de Jesús no se queda en lo exterior, sino que va al
corazón. Ante Él no valen fingimientos. Los fariseos que acusan a la mujer son pecadores e
hipócritas, mientras la mujer adúltera es una pecadora arrepentida. Los
humildes de corazón, los que sinceramente se arrepienten y confiesan su pecado,
ganan el corazón misericordioso de Dios y reciben su perdón.
La conversión, el abandono de los ídolos y
el arrepentimiento de nuestros pecados inicia en nosotros una vida diferente,
configurada por la fe en Jesucristo, su seguimiento, el amor y la obediencia.
De esta forma, vivir es convivir con Cristo, en la piedad y en el amor al
prójimo, para alcanzar con Él los bienes de la resurrección y de la vida
eterna. Todo esto es posible porque Dios está a nuestro lado regalándonos la
vida nueva de su gracia, permitiendo que en el desierto de nuestro corazón
corran ríos de agua viva.
Las
lecturas de este domingo constituyen una llamada vigorosa a la conversión
profunda del corazón, huyendo de la cosmética superficial, del aderezo y el
maquillaje. En los compases finales de la Cuaresma, la Iglesia y la liturgia
nos invitan a escuchar con docilidad la voz del Señor que nos llama. Confesemos
nuestros pecados con humildad y verdad, con verdadero arrepentimiento y
compunción del corazón. No endurezcamos nuestros corazones. El premio de la conversión es el gozo del
abrazo del Padre, que nos espera y perdona siempre, y la alegría de la
vida en comunión renovada con Jesús.
Una
tentación en el proceso de nuestra conversión es actuar como los fariseos
hipócritas, que acusan a los demás y se olvidan de su miseria moral. Cada cual
hemos de arrepentirnos de nuestros propios pecados, en vez de acusar a los
demás, muchas veces con una justicia mentirosa. A Dios no le podemos engañar; su mirada va
directamente al corazón.
Qué bueno sería que todos los cristianos
de la Archidiócesis nos preparáramos para vivir la Semana Santa con una buena
confesión, ejercicio supremo de humildad y verdad, sacramento de la paz, de la
alegría y del reencuentro con Dios, un sacramento que cada día hemos de
apreciar más, como nos ha pedido el Papa Francisco en más de una ocasión, encareciendo
a los sacerdotes a que ayudemos a nuestros fieles a recuperar el sentido del
pecado, que la cultura actual ha desdibujado, algo que ya deplorara
en 1943 en la encíclica Mystici corporis Christi el papa Pio
XII.
En los últimos decenios son
muchos los que olvidan la necesidad de estar en gracia de Dios para acercarse
dignamente a la comunión sacramental. Otros olvidan la dimensión social del pecado, que
supone siempre una herida infligida al cuerpo de la Iglesia, aspecto este que a
todos nos debería impresionar. Con nuestros pecados, en efecto, nos estamos
haciendo responsables de los pecados ajenos.
Para
todos, mi saludo fraterno y mi bendición. Feliz domingo y feliz y provechosa
Semana Santa.
+ Juan José Asenjo Pelegrina-Arzobispo de Sevilla
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