MISERICORDIA QUE NOS PERDONA
Hace
más de medio siglo Pío XII dijo que el drama de nuestra época era haber extraviado
el sentido del pecado, la conciencia del pecado. A esto se suma - dice el Papa
Francisco - el drama de considerar nuestro mal, nuestro pecado, como incurable,
como algo que no puede ser curado y perdonado. Hemos perdido el sentido de
pecado, pero también la fe en encontrar una luz, un apoyo que nos permita salir
de la desesperación, de nuestro error, de las jaulas que a veces construimos,
y, sobre todo, de la peor prisión que es nuestra propia culpa. “Es una humanidad
herida, una humanidad que arrastra heridas profundas. No se sabe cómo curarlas
o cree que no es posible curarlas…. También el relativismo hiere mucho a las
personas: todo parece igual, todo parece lo mismo. Esta humanidad necesita
misericordia” (Papa Francisco). Nuestra sociedad, que
definimos hoy como líquida, parece haber perdido la fe en la existencia de
alguien que nos puede levantar cuando caemos. Es lógico: reconocer el mal es
algo evidente, pero reconocer el pecado exige la fe, la relación con Dios.
Nos falta la experiencia concreta de la
misericordia porque esto supone tener conciencia de la propia miseria para
que el corazón de Dios la asuma, la tome en Él para transfigurarla y
entregárnosla de nuevo. Pero la fragilidad de los tiempos en que vivimos es
doble: no creemos que somos pecadores y además creemos que no existe
posibilidad alguna de rescate. No creemos en el pecado ni en la redención. ¿Para qué necesito a alguien que me
perdone, que me levante, un amor infinito que me vuelva a poner en el camino,
si no me veo caído, frustrado, condenado? Nuestra cultura autosuficiente y
atea así nos lo inculca, sin embargo nuestra frustración es cada vez mayor,
pues nos vemos derrotados, ahogados en nuestras culpas, y, además,
imposibilitados para pedir la salvación. No vemos nuestra culpa y
culpabilizamos a los demás de todo.
Amar a Cristo me revela amorosamente que
soy pecador y que me ofrece una vida nueva, el perdón, la misericordia, la
reconciliación, la regeneración. Esto es muy esclarecedor pues la misericordia
que necesitamos exige la humildad, reconocer la verdad. Los hombres, incluso
algunos cristianos, muy a menudo han perdido el sentido del misterio de
iniquidad, y del mayor misterio que es el amor de Dios que viene a buscarnos.
Si no entendemos la locura que hay en el amor de Dios que se ha hecho hombre
hasta el punto de morir en la cruz, corremos el riesgo de no reconocer nuestros
pecados.
Es muy difícil para muchos experimentar lo
profundo de la misericordia si se ha olvidado a Dios. Quien se hace insensible
al pecado caerá en narcisismo o en fariseísmo. Ahora bien, quien en su extravío
reconoce en Jesús al pastor que busca la oveja perdida (cf. Lc 15) o a Dios como aquel padre de la parábola que recobra al hijo
perdido y se alegra, está salvado. Pero hay que aceptar que somos pecadores, y
cuando experimentamos que Dios nos perdona y acoge vivimos felices y
agradecidos.
Nuestro Dios es Rico en Misericordia, de
un amor desbordante, y nos ha regalado un tesoro inaudito e inimaginable, el
mayor de todos los regalos: un amor de comunión por el que compartimos su vida,
la Vida Eterna, su ser Infinito que nos saciará para siempre. ¿Cómo lo ha
conseguido? Sencillamente: con su perdón, muriendo por nosotros en la cruz. A
todo hombre alejado inicialmente de Él por el pecado que llamamos “original” le
incorpora por el Bautismo, le hace hijo de Dios en Cristo, su Primogénito.
Jesús mismo inicia su predicación invitando a la conversión. Para regalar esta
amistad eminente Cristo manda a los apóstoles a predicar la conversión y, con
el Bautismo, otorgar el perdón. El Papa Francisco dice por esto que “el primer deber de la
Iglesia es proclamar la misericordia de Dios, llamar a la conversión y
conducir a todos los hombres a la salvación del Señor” (cf. Jn 12,44-50). La Iglesia tiene que
ser el lugar de la misericordia gratuita, donde todo el mundo se sienta
[acogido, amado], perdonado y alentado a vivir según la vida buena del
evangelio” (Evangelii Gaudium, 114).
Debemos anunciar a todos sin excepción el
perdón de Dios, que es el núcleo del primer anuncio de la fe. Pero también nosotros cristianos, que
dilapidamos por el pecado esta vida divina, una y otra vez debemos recurrir al
sacramento de la reconciliación y volver a la gracia de los bautizados. Con
mayor razón se puede esperar de nosotros un esfuerzo agradecido para buscar la
santidad, una vida acorde con el evangelio y con la renuncia que hicimos al
pecado, a Satanás, a sus obras y mentalidad.
Hemos de comprender también que la
“cristificación” de nuestras personas, supone una “amistad creciente” que
implica la vida y el corazón y así nos conduce a la santidad. No es cualquier
cosa. Hay que empapar progresivamente nuestra alma con los sentimientos de
Cristo, con la bondad de Dios. Os recomiendo, por tanto, acoger la misericordia
de Dios experimentada en coloquios frecuentes, hablando con Él, escuchándole; y
descubrir dentro de uno mismo y reconocer que Jesús es Infinitamente Bueno, lo
que hace brotar el agradecimiento y la acción de gracias.
Sepamos que este esfuerzo de
reconciliación es permanente. Junto a nuestros grandes deseos de bien, nos
encontramos también con nuestro gran desorden, nuestras infidelidades y, en
definitiva, con nuestro “yo” recalcitrante que se erige constantemente por
encima de los planes de Dios. Vemos que queremos al Dios- amigo, pero nos puede
el enemigo que cada uno llevamos dentro, ese “yo” que se pone en su lugar. Por
tanto el ser perdonado va más allá de recibir mecánicamente un sacramento. Es crucial para acoger
el amor reconocerse pecador y bajar al fondo más profundo de nuestros
sentimientos para pedir perdón con frecuencia. Entonces podemos reconocer fácilmente su
misericordia en la gran paciencia que tiene con nosotros, infieles y mediocres.
Desde este momento, cuando nos alejamos de lo que Dios sueña para cada uno
mismo, sentimos vergüenza y confusión. Pero es un “dolor” sano, el dolor de
quien conoce su enfermedad pero también la medicina y al médico sanador.
¿Queremos el júbilo del Jubileo? Pues
pidamos perdón de nuestros pecados recibiendo el Sacramento de la Penitencia,
acogiendo la Misericordia de Dios. No hay duda: “Jesús busca incansablemente al pecador a quien carga sobre sus
hombros, perdona y purifica. Nosotros somos ese pecador y Él viene a nuestro
auxilio. Este es el paso personal indispensable para la acogida del Jubileo.
Resulta evidente que el Jubileo nos ofrece una gracia especial que debemos
acoger, pero su fruto tiende a un profundo cambio del corazón. El sacramento
de la reconciliación, depreciado e infravalorado hoy para muchos, recobra en el
Jubileo un imperioso protagonismo y requiere nuestra acogida y motivación.
…Tenemos la oportunidad de frecuentar el sacramento de la reconciliación
aceptando personalmente la redención de Cristo. …/…Dios ayuda nuestra debilidad
con su gracia y pretende no solo el perdón momentáneo de nuestros pecados sino
orientarnos a una colaboración duradera con el Señor, a una amistad creciente
que nos purifique y vaya haciendo crecer la imagen de Cristo en nosotros… La
misericordia propia de Dios brotará entonces espontáneamente de nosotros, en
comunión con los sentimientos de Cristo. Entremos en el Corazón mismo de
Jesucristo para acoger con gozo este don que la Iglesia propone para ser
Misericordiosos como el Padre, allí donde se une nuestra vocación y nuestra
misión” (cf. Mons. Zornoza, Carta Pastoral Muéstranos, Señor, tu misericordia: Acoger personalmente el perdón). La cuaresma que empieza es esto: un combate de amor que nos llena
de la misericordia de Dios si acogemos la gracia del perdón.
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