MAYO 2020
«Vosotros estáis ya limpios gracias a la Palabra que os he anunciado» (Jn 15,3).
Después de la última cena con los
apóstoles, Jesús sale del Cenáculo y se encamina al Monte de los Olivos. Lo
acompañan los Once: Judas Iscariote ya se ha ido, y pronto lo traicionará.
Es un momento dramático y solemne. Jesús
pronuncia un largo discurso de despedida: quiere decir cosas importantes a los
suyos, entregarles palabras que no olviden.
Sus apóstoles son judíos,
conocen las Escrituras, y a ellos les recuerda una imagen muy familiar: la
planta de la vid, que en los textos sagrados representa al pueblo hebreo,
objeto de preocupación de Dios como su labrador atento y experto. Ahora el
propio Jesús (cf. Jn 15, 1-2) habla de sí
mismo como vid que transmite la savia vital del amor del Padre a sus
discípulos. Y ellos deben preocuparse sobre todo de permanecer unidos a Él.
«Nosotros estáis ya limpios gracias a la Palabra
que os he anunciado».
Un modo de permanecer unidos a Jesús es
acoger su Palabra. Esta permite a Dios entrar en nuestro
corazón para «purificarlo», es decir, limpiarlo del egoísmo y hacerlo apto para
dar frutos abundantes y de calidad.
El Padre nos ama y sabe mejor que nosotros
qué nos hace ligeros y libres para caminar sin el peso inútil de nuestros
apegos, de juicios negativos, del buscar con afán nuestro interés, de hacernos
la ilusión de tener todo y a todos bajo control. En nuestro corazón también hay
aspiraciones y proyectos positivos, pero que podrían ocupar el lugar de Dios y
hacernos perder el arrojo generoso de la vida evangélica. Por ello Él
interviene en nuestra vida a través de las circunstancias y permite a veces
experiencias dolorosas, tras las cuales se esconde siempre su mirada de amor.
Y el fruto sabroso que el
Evangelio promete a quienes se dejan escamondar por el amor de Dios es la
plenitud de la alegría[1]. Una
alegría especial que florece también entre lágrimas desborda del corazón e
inunda el terreno circundante. Es un pequeño anticipo de la resurrección.
«Vosotros estáis ya limpios gracias a la Palabra que os he anunciado».
Vivir la
Palabra nos hace salir de nosotros mismos e ir con amor al encuentro de los
hermanos, comenzando por los más cercanos:
en nuestras ciudades, en la familia, en el entorno en que vivimos. Es una
amistad que se transforma en una red de relaciones positivas y que tiende a
hacer realidad el mandamiento del amor recíproco, que construye la fraternidad.
Meditando en esta frase del Evangelio,
escribe Chiara Lubich: «Entonces, ¿cómo vivir para merecer también nosotros el
elogio de Jesús? Poniendo en práctica cada Palabra de Dios, nutriéndonos de
ella a cada instante, haciendo de nuestra existencia una obra de
reevangelización continua. Para llegar a tener los mismos pensamientos y
sentimientos de Jesús, para revivirlo en el mundo, para mostrar, a una sociedad
atrapada con frecuencia en el mal y en el pecado, la divina pureza, la
transparencia que da el Evangelio.
Además, durante este mes, si es posible
(si los demás comparten nuestras intenciones), procuremos poner en práctica en
particular esa palabra que expresa el mandamiento del amor recíproco. Pues para
el evangelista Juan [...] hay un vínculo entre la Palabra de Cristo y el
mandamiento nuevo. Según él, en el amor recíproco es donde se
vive la palabra con sus efectos de purificación, de santidad, de impecabilidad,
de fruto, de cercanía con Dios. El individuo aislado es incapaz
de resistirse largo tiempo a las incitaciones del mundo, y en cambio en el amor
mutuo encuentra el ambiente sano capaz de proteger su existencia cristiana
auténtica»[2].
Leticia Magri
[2]
C. LUBICH, Palabra de vida, mayo de 1982, en
Palabras de vida (ed. F. Ciardi), Ciudad Nueva, Madrid 2020 (próxima
publicación).
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