Este tercer domingo de Adviento se
caracteriza por la alegría:
la alegría de quien espera al Señor que "está cerca", el Dios con
nosotros, anunciado por los profetas. Es la "gran alegría" de la Navidad,
que hoy gustamos anticipadamente; una alegría que "será de todo el
pueblo", porque el Salvador ha venido y vendrá de nuevo a visitarnos desde
las alturas, como sol que surge (cf. Lc 1, 78).
Es la alegría de los cristianos, peregrinos en el mundo, que aguardan con esperanza la vuelta gloriosa de Cristo, quien, para venir a ayudarnos, se despojó de su gloria divina…
Por tanto, desde esta perspectiva, cobran singular elocuencia las palabras del profeta Sofonías, que hemos escuchado en la primera lectura: “Regocíjate, hija de Sión; grita de júbilo, Israel; alégrate y gózate de todo corazón, Jerusalén. El Señor ha cancelado tu condena; ha expulsado a tus enemigos" (So 3, 14-15): este es el "año de gracia del Señor", que nos sana del pecado y de sus heridas…
El evangelio de san Lucas nos presentó el domingo pasado a Juan Bautista, el cual, a orillas del Jordán, proclamaba la venida inminente del Mesías. Hoy la liturgia nos hace escuchar la continuación de ese texto evangélico: el Bautista explica a las multitudes cómo preparar concretamente el camino del Señor. A las diversas clases de personas que le preguntan: “Nosotros, ¿qué debemos hacer?" (Lc 3, 10. 12. 14), les indica lo que es necesario realizar a fin de prepararse para acoger al Mesías…
La primera respuesta que os da la palabra de Dios es una invitación a recuperar la alegría. ¿Acaso no es el jubileo -término que deriva de "júbilo"- la exhortación a rebosar de alegría porque el Señor ha venido a habitar entre nosotros y nos ha dado su amor?
Sin embargo, esta alegría que brota de la gracia divina no es superficial y efímera. Es una alegría profunda, enraizada en el corazón y capaz de impregnar toda la existencia del creyente. Se trata de una alegría que puede convivir con las dificultades, con las pruebas e incluso, aunque pueda parecer paradójico, con el dolor y la muerte. Es la alegría de la Navidad y de la Pascua, don del Hijo de Dios encarnado, muerto y resucitado; una alegría que nadie puede quitar a cuantos están unidos a él en la fe y en las obras (cf. Jn 16, 22-23)….
Dejad que María, la Madre del Verbo encarnado, os guíe en el itinerario de preparación para esta solemnidad. Ella espera en silencio el cumplimiento de las promesas divinas, y nos enseña que para llevar al mundo la paz y la alegría es preciso acoger antes en el corazón al Príncipe de la paz y fuente de la alegría, Jesucristo. Para que esto suceda, es necesario convertirse a su amor y estar dispuestos a cumplir su voluntad.
Es la alegría de los cristianos, peregrinos en el mundo, que aguardan con esperanza la vuelta gloriosa de Cristo, quien, para venir a ayudarnos, se despojó de su gloria divina…
Por tanto, desde esta perspectiva, cobran singular elocuencia las palabras del profeta Sofonías, que hemos escuchado en la primera lectura: “Regocíjate, hija de Sión; grita de júbilo, Israel; alégrate y gózate de todo corazón, Jerusalén. El Señor ha cancelado tu condena; ha expulsado a tus enemigos" (So 3, 14-15): este es el "año de gracia del Señor", que nos sana del pecado y de sus heridas…
El evangelio de san Lucas nos presentó el domingo pasado a Juan Bautista, el cual, a orillas del Jordán, proclamaba la venida inminente del Mesías. Hoy la liturgia nos hace escuchar la continuación de ese texto evangélico: el Bautista explica a las multitudes cómo preparar concretamente el camino del Señor. A las diversas clases de personas que le preguntan: “Nosotros, ¿qué debemos hacer?" (Lc 3, 10. 12. 14), les indica lo que es necesario realizar a fin de prepararse para acoger al Mesías…
La primera respuesta que os da la palabra de Dios es una invitación a recuperar la alegría. ¿Acaso no es el jubileo -término que deriva de "júbilo"- la exhortación a rebosar de alegría porque el Señor ha venido a habitar entre nosotros y nos ha dado su amor?
Sin embargo, esta alegría que brota de la gracia divina no es superficial y efímera. Es una alegría profunda, enraizada en el corazón y capaz de impregnar toda la existencia del creyente. Se trata de una alegría que puede convivir con las dificultades, con las pruebas e incluso, aunque pueda parecer paradójico, con el dolor y la muerte. Es la alegría de la Navidad y de la Pascua, don del Hijo de Dios encarnado, muerto y resucitado; una alegría que nadie puede quitar a cuantos están unidos a él en la fe y en las obras (cf. Jn 16, 22-23)….
Dejad que María, la Madre del Verbo encarnado, os guíe en el itinerario de preparación para esta solemnidad. Ella espera en silencio el cumplimiento de las promesas divinas, y nos enseña que para llevar al mundo la paz y la alegría es preciso acoger antes en el corazón al Príncipe de la paz y fuente de la alegría, Jesucristo. Para que esto suceda, es necesario convertirse a su amor y estar dispuestos a cumplir su voluntad.
Benedicto XVI, pp emérito.
2 comentarios:
Es necesario que la voz de los profetas suene con fuerza en nuestras comunidades y en el mundo, necesitamos oír con claridad las palabras que nos conducen a la confianza, a la seguridad que nos ofrece el que puede más que todos nosotros, el que nos ayuda a alejarnos de todo temor. ¡Quién pudiera cantar cosas tan estupendas como el salmista, cuando dice: "mi fuerza y mi poder es el Señor"! A nadie le extrañará esto, porque es el Espíritu el que mueve a un creyente en todo tiempo, tanto que San Pablo lo recuerda con firmeza: "estad alegres en el Señor, estad alegres, que nada os preocupe, que el Señor está cerca". Por delante va la solución para la alegría y la paz interior, acoger en lo hondo de tu ser al Señor. Para esto se necesita haber visto y haber escuchado a Jesús, se necesita la fe. Que nadie piense que ser creyente es un juego de bobos, porque se equivocaría radicalmente, ya que lo primero que lleva consigo la fe es una decisión firme de seguir los pasos de Jesús y esto siempre es fuerte y exigente, hay que convertirse.
El estilo de un discípulo de Cristo lo intuyeron los oyentes de la predicación de Juan el Bautista cuando, al terminar de hablar, la gente le preguntaba qué tenían que hacer. El papel del evangelizador es muy importante, a Juan le preguntaron porque lo que les decía les llegaba muy hondo, les iluminaba sus vidas y les hacía ver que debían cambiar de estilo. El primer paso para la nueva evangelización es hablar, no enmudecer, hablar alto y claro, que la claridad y la belleza de la fe católica iluminen, también hoy, la vida de los hombres, especialmente si la presentamos como testigos entusiastas y capaces de transmitir entusiasmo, testigos alegres a los que se les nota que se han creído el mensaje que anuncian. Atención, pues, a esta dinámica, para que cuando te pregunten puedas responder: conviértete y verás tu vida iluminada.
Por lo que hemos escuchado del Evangelio queda claro que Dios no se contenta con una religiosidad exterior, nos pide respuestas. Sabemos que muchos están alerta y se preguntarán: ¿Cómo podemos hablar de Jesucristo para que nuestros vecinos se sientan movidos a confiar en Él, vivir la belleza de la fe y se puedan convertir? A estos les decimos: no te preocupes, no depende de tu esfuerzo, tú preocúpate de dar el ejemplo que se espera de un cristiano, el recto cumplimiento de tus deberes, con caridad y misericordia. La conversión será un regalo de Dios para el que haya abierto su corazón a la gracia. Para lograr esta bendición hoy se necesitan personas que sean capaces de actuar como San Juan Bautista. Tú puedes ser esta figura, alguien que haga una confesión clara, valiente y entusiasta de la fe en Jesucristo, porque es posible la conversión. Necesitamos a los profetas que anuncian la verdad y dejan al descubierto a los que presumen de derechos humanos y luego desprecian la vida del hombre; profetas que desenmascaran a los que se dicen amigos de la verdad y luego les descubres como artífices de ficciones y falsedades... Profetas de la alegría, sembradores de esperanza, sembradores de la serena felicidad que tienen los hijos de Dios.
+ José Manuel Lorca Planes - Obispo de Cartagena
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