Las obras de misericordia espirituales y corporales.
(VII)
Quizá nos
es muy difícil entender bien la situación angustiosa del espíritu y del cuerpo
de un sediento. El agua es uno de los elementos esenciales para la alimentación
del cuerpo humano, y en muchas ocasiones nos resulta fácil ofrecer un vaso de
agua fría a un compañero que tiene sed. Nos lo agradecerá, y en el fondo del
alma nos alegraremos en su alegría de haber saciado su sed.
“Dar de beber al sediento”.
En el Evangelio el Señor hace una clara referencia a esta obra de
misericordia, cuando nos dice:
“Quien dé a
uno de estos pequeños un vaso de agua fría por ser mi discípulo, en verdad os
digo que no quedará sin recompensa” (Mt 10, 42).
La sed del
cuerpo nos lleva a pensar también en la sed del alma. Nos encontramos tantas
veces con personas que “están sedientas”, no sólo de agua, sino también de un
poco de compañía, aunque no lo digan por pudor, por vergüenza, o quizá por no
querer manifestar su indigencia.
Cristo, desde
la Cruz nos dirigió a todos las palabras “Tengo sed”. La esponja empapada en
vinagre que le ofrecieron no le calmó la sed. Apenas le enjugó los labios. ¿De
qué tiene sed Cristo?
Tiene sed
de que le busquemos, de hacerse el encontradizo con quienes le buscan. Tiene
sed de saciar nuestra sed. Sed de hacernos bien, sed de que abramos el corazón
como el Salmista, y le digamos: “Como anhela la cierva las corrientes de las
aguas, así te anhela mi alma, ¡oh, Dios! Mi alma está sedienta de Dios, del
Dios vivo ¿Cuándo iré y veré la faz de Dios?” (Ps 42, 2-3).
Vivamos con
Cristo esta bendita sed. Y lo hacemos, si al anhelar calmar la sed de algún
sediento, le animamos, si es el caso, a que se convierta de sus pecados, a que
abra el corazón en arrepentimiento, y pueda llegar a vislumbrar así el amor que
Dios le tiene.
Ayudemos a
todos los sedientos que encontramos en nuestra vida, a ofrecer su sed, su
dolor, al Señor en la Cruz, pidiéndole por las almas que rechazan el Amor de
Dios, escogen el infierno de sí mismos y por sí mismos, y desprecian el Cielo
que Dios les ofrece.
Cristo
tiene sed de saciar la sed de su Padre Dios, la sed que le ha traído al mundo
buscando la Gloria a Dios y el bien de las criaturas. Tiene sed de “que todos
los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la Verdad”. Tiene sed de
darnos vida, para que nuestro vivir se injerte en la vida de Dios Padre, Hijo y
Espíritu Santo. Tiene sed del amor de los hombres, a quienes, clavado en la
Cruz, está mostrando todo el Amor de Dios.
Aprendamos de esta sed de Jesucristo, para
poner todo nuestro afán en calmar la sed del cuerpo y del alma de nuestros
hermanos, los hombres.
“Dar
posada al peregrino”
Hemos visto ese “milagro” de la hospitalidad que vivimos con ocasión de
las Jornadas Mundiales de la Juventud. Muchas familias quisieron compartir con
peregrinos de otros países un rato de amor de hogar: ofrecieron habitaciones,
camas, un poco de comida, un detalle de caridad humana y de amistad.
Y cuando invitas a un amigo, que está solo y algo
triste, a pasar un rato en tu casa, jugando contigo y con tus hermanos, estás
viviendo también la buena obra de dar posada en tu corazón a ese amigo que no
soporta la soledad en la que se ve hundido, y sin capacidad para llenar el
vacío de su alma.
Hemos
asistido en estos últimos años, y lo seguimos viviendo ahora, a ese otro
“milagro” de las peregrinaciones a Santiago de Compostela. De todos los
rincones de Europa llegan personas en grupos más o menos numerosos, para vivir
esa antigua costumbre cristiana europea de visitar Santiago y rezar ante la
tumba del apóstol Santiago. En medio de las dificultades y obstáculos que se
pueden encontrar, los peregrinos descubren la hospitalidad de quienes les
acogen por el camino, de quienes les reciben con afecto, cariño y verdadera
caridad cristiana.
Los
“peregrinos” de hoy, muchas veces, serán personas de nuestra familia, de
nuestro entorno, que se quedan sin trabajo, que se avergüenzan de no poder
pagar sus deudas, y que no se atreven a pedirnos una ayuda por temor a que
descubramos la situación lamentable en la que viven. No podemos despreocuparnos
de ellos.
Contemplamos
a diario el drama – tragedia- de tantos emigrantes que anhelan poner pie en
tierra europea, y no dudan en arriesgar todo su dinero, todo su futuro y el de
su familia, para conseguirlo.
A lo largo de la historia, y en todas las naciones, los cristianos hemos
acogido con corazón grande a los emigrantes, a todos los peregrinos del mundo,
y así hemos de seguir viviendo ahora.
Un texto de
los primeros cristianos, a la vez que les anima a acoger a los peregrinos, les
pone en guardia contra las personas que se hacen pasar por “peregrinos”, para que
no abusen de su hospitalidad:
“Si llega a vosotros un caminante, ayudadlo en lo que podáis: sin embargo, que no permanezca entre
vosotros más de dos días, tres a lo más. Si quiere establecerse entre vosotros,
que tenga un oficio, que trabaje y que se alimente él. Si no tiene oficio,
mirad a ver lo que os dice vuestra prudencia, pero que no viva entre vosotros ningún
cristiano ocioso. Si
no quiere hacerlo así, tened cuidado, que es un traficante de Cristo. Estad
alerta contra los tales”. (Didajé 12.2-5)
Cuestionario
■ ¿Procuro estar atento a las carencias materiales que
pueden sufrir amigos y conocidos, para ayudarles a resolverlas; o hago oídos
sordos a las necesidades que veo a mi alrededor?
■ No estaré con
posibilidades de arreglarlo todo; pero ¿no puedo tampoco poner el primer
ladrillo, y así animar a otros para que en nuestro entorno vivamos mejor la
solidaridad, la caridad?
■ ¿Procuro remover el espíritu de los sedientos para que
contemplen la sed de Cristo, y le amen para calmar esa sed?
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