■ Centralidad de la
Eucaristía
Desde
el principio del cristianismo, a la luz de la fe, se entiende la Eucaristía como la fuente, el centro y el culmen de
toda la vida de la Iglesia: como el memorial de la
pasión y de la resurrección de Cristo Salvador, como el sacrificio de la Nueva
Alianza, como la cena que anticipa y prepara el banquete celestial, como el
signo y la causa de la unidad de la Iglesia, como la actualización perenne del
Misterio pascual, como el Pan de vida eterna y el Cáliz de salvación.
Normalmente, la Misa al principio se celebra sólo el
domingo, pero ya en los siglos III y IV se generaliza la Misa diaria.
La
devoción antigua a la Eucaristía lleva en ciertos tiempos y lugares a
celebrarla en un solo día varias veces. San León III (+816)
celebra con frecuencia siete y aún nueve en un mismo día. Varios Concilios
moderan y prohíben estas prácticas excesivas. Alejandro II (+1073)
prescribe una Misa diaria: «muy feliz ha de considerarse el que pueda celebrar
dignamente una sola Misa» cada día.
■ Reserva
de la Eucaristía
En los
siglos primeros la conservación de las especies eucarísticas se hace
normalmente en forma privada, y tiene por fin la comunión de los enfermos,
presos y ausentes.
Las persecuciones y la falta de templos hacían impensable un culto más formal
de adoración eucarística. Al cesar las persecuciones, la reserva de la
Eucaristía va tomando formas externas cada vez más solemnes.
Las Constituciones apostólicas
–hacia el 380– disponen ya que, después de distribuir la comunión, las especies
sean llevadas a un sacrarium. El sínodo
de Verdún, del siglo VI, manda guardar la Eucaristía «en un lugar eminente y honesto, y si
los recursos lo permiten, debe tener una lámpara permanentemente encendida».
Las píxides de
la antigüedad eran cajitas preciosas para guardar el pan eucarístico. León IV (+855)
dispone que «solamente se pongan en el altar las reliquias, los cuatro
evangelios y la píxide con el Cuerpo del Señor para el viático de los
enfermos».
Estos signos expresan
la veneración cristiana antigua al cuerpo eucarístico del
Salvador y su fe en la
presencia real del Señor en la Eucaristía. Sin embargo, la
reserva eucarística tiene entonces como fin exclusivo la comunión de enfermos y
ausentes; pero no todavía el culto a la Presencia real.
■ La
adoración eucarística dentro de la Misa
Ha de advertirse en todo caso que ya por esos siglos el cuerpo de Cristo
recibe de los fieles, dentro de la misma Misa, signos claros de adoración, que
aparecen prescritos en las antiguas liturgias. Especialmente antes de la
comunión –Sancta
santis,
lo santo para los santos–, los fieles realizan inclinaciones y postraciones:
«San Agustín
decía: “nadie coma de este
cuerpo, si primero no lo adora”, añadiendo que no sólo no
pecamos adorándolo, sino que pecamos no adorándolo» (Pío
XII, 1947, Mediator Dei
162).
Por otra parte, la elevación de la hostia, y más tarde del cáliz,
después de la consagración, suscita también la adoración interior y exterior de
los fieles. Hacia el 1210 la prescribe el obispo de París, antes de esa fecha
es practicada entre los cistercienses, y a fines del siglo XIII es común en
todo el Occidente. En 1906, San Pío X, «el papa de la Eucaristía», concede
indulgencias a quien mire piadosamente la hostia elevada, diciendo «Señor mío y Dios mío».
Aún perdura esta devoción preciosa en algunas Iglesias de América hispana: en
la consagración se oye un rumor suave que sale de la asamblea cristiana: «Señor
mío y Dios mío».
■ Primeras
manifestaciones del culto a la Eucaristía fuera de la Misa
La adoración de Cristo en la misma celebración de la Misa es vivida
desde el principio. Pero la adoración de la Presencia real fuera de la Misa se
va configurando como devoción propia a partir del siglo IX, con ocasión de las
controversias eucarísticas. Por esos años, al simbolismo de un Ratramno, se opone con
fuerza el realismo
de un Pascasio Radberto, que acentúa la presencia real de Cristo en la
Eucaristía, aunque no siempre en términos exactos.
Conflictos
teológicos análogos se producen en el siglo XI. La Iglesia reacciona con
prontitud y fuerza contra
el simbolismo eucarístico de Berengario de Tours (+1088).
Su doctrina es impugnada por teólogos como Anselmo de Laón (+1117) o
Guillermo de Champeaux (+1121),
y es inmediatamente condenada por un buen número de Sínodos (Roma, Vercelli, París, Tours),
y sobre todo por los Concilios Romanos de 1059 y
de 1079 (retractaciones de Berengario: Denz 690 y 700).
Merece la pena conocer cómo era la admirable retractatio
hecha en 1079 por un hereje, vuelto a la fe católica [quiera
Dios que retractaciones semejantes se exijan hoy a tantos autores católicos
caídos en herejía]:
«Yo,
Berengario, creo de corazón y confieso de boca que el pan y el vino que se
ponen en el altar, por el misterio de la sagrada oración y por las palabras de
nuestro Redentor, se
convierten substancialmente en la verdadera, propia y vivificante carne y
sangre de Jesucristo, nuestro Señor; y que después de la
consagración son el
verdadero cuerpo de Cristo que nació de la Virgen y que ofrecido
por la salvación del mundo, estuvo pendiente de la cruz y está sentado a la
derecha del Padre; y la verdadera sangre de Cristo, que se derramó de su
costado, no sólo por el signo y virtud del sacramento, sino en la propiedad de
la naturaleza y verdad de la sustancia, como en este breve se contiene y yo he
leído y vosotros entendéis. Así lo creo y en adelante no enseñaré contra esta
fe. Así Dios me ayude y estos santos Evangelios de Dios» (ib. 700). Ésa es la fe
católica: en el Sacramento está presente totus
Christus, en alma y cuerpo, como hombre y como Dios.
Estas enérgicas afirmaciones de la fe
van acrecentando más y más en el pueblo la devoción a la Presencia real de
nuestro Señor Jesucristo en la Eucaristía. Veamos algunos
ejemplos.
A fines del siglo IX, la Regula solitarium
establece que los ascetas reclusos, que viven en lugar anexo a un templo, estén
siempre por su devoción a la Eucaristía en la presencia de Cristo. En el siglo XI, Lanfranco, arzobispo de
Canterbury, establece una procesión con el Santísimo en el domingo de Ramos. En
ese mismo siglo, durante las controversias con Berengario, en los monasterios
benedictinos de Bec y de Cluny existe la costumbre de hacer genuflexión ante el
Santísimo Sacramento y de incensarlo. En el siglo XII, la Regla
de los reclusos prescribe: «orientando
vuestro pensamiento hacia la sagrada Eucaristía, que se conserva en el altar
mayor, y vueltos hacia ella, adoradla
diciendo de rodillas: “¡salve, origen de nuestra
creación!, ¡salve, precio de nuestra redención!, ¡salve, viático de nuestra
peregrinación!, ¡salve, premio esperado y deseado!”».
En todo caso, conviene recordar que «la devoción individual de ir a orar
ante el sagrario tiene un precedente histórico en el monumento del Jueves Santo
a partir del siglo XI, aunque ya el Sacramentario Gelasiano habla de la reserva
eucarística en este día… El
monumento del Jueves Santo está en la prehistoria de la práctica de ir a orar
individualmente ante el sagrario, devoción que empieza a
generalizarse a principos del siglo XIII»
(A. Olivar, El desarrollo del culto eucarístico
fuera de la Misa, «Phase» 1983, 192).
José María Iraburu, Consiliario
diocesano ANE de la Archidiócesis de Pamplona
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