■ Desprecio de la Eucaristía en el siglo XIII
Por esos tiempos, sin embargo, no todos participan de la devoción
eucarística, y también se
dan casos horribles de desafección a la Presencia real. Veamos, a modo de
ejemplo, la infinita distancia que en esto se produce entre cátaros y
franciscanos. Cayetano Esser, franciscano, describe así el mundo de los
primeros:
«En aquellos tiempos, el ataque más fuerte
contra el Sacramento del Altar venía de parte de los cátaros [muy numerosos en la zona de Asís].
Empecinados en su dualismo doctrinal, rechazaban precisamente la Eucaristía
porque en ella está siempre en íntimo contacto el mundo de lo divino, de lo
espiritual, con el mundo de lo material, que, al ser tenido por ellos como
materia nefanda, debía ser despreciado. Por oportunismo, conservaban un cierto rito de la
fracción del pan, meramente conmemorativo.
Para ellos, el sacrificio mismo de Cristo no tenía ningún sentido.
«Otros
herejes declaraban hasta malvado este sacramento católico. Y se había extendido
un movimiento de opinión que rehusaba la Eucaristía, juzgando impuro todo lo
que es material y proclamando que los “verdaderos cristianos” deben vivir del
“alimento celestial”.
«Teniendo en
cuenta este ambiente, se comprenderá por qué, precisamente en este tiempo, la
adoración de la sagrada hostia, como reconocimiento de la presencia real, venía
a ser la señal distintiva más destacada de los auténticos verdaderos cristianos.
El culto de adoración de la Eucaristía, que en adelante irá tomando formas
múltiples, tiene aquí una de sus raíces más profundas. Por el mismo motivo, el problema de la presencia real vino
a colocarse en el primer plano de las discusiones teológicas, y
ejerció también una gran influencia en la elaboración del rito de la Misa.
«Por otra parte, las decisiones del Concilio de Letrán [IV:
1215] nos descubren los abusos de que tuvo
que ocuparse entonces la Iglesia.
El llamado Anónimo de
Perusa es a este respecto de una claridad espantosa: sacerdotes que
no renovaban al tiempo debido las hostias consagradas, de forma que se las
comían los gusanos; o que dejaban a propósito caer a tierra el cuerpo y la
sangre del Señor, o metían el Sacramento en cualquier cuarto, y hasta lo
dejaban colgado en un árbol del jardín; al visitar a los enfermos, se dejaban
allí la píxide y se iban a la taberna; daban la comunión a los pecadores
públicos y se la negaban a gentes de buena fama; celebraban la santa Misa
llevando una vida de escándalo público», etc. (Temi spirituali,
Biblioteca Francescana, Milán 1967, 281-282; cf.
D. Elcid, Clara
de Asís, BAC pop. 31, Madrid 1986, 193-195).
■ Gran devoción a la Eucaristía en el siglo
XIII
Frente a tales
degradaciones, precisamente, se producen en esta época grandes avances de la
devoción eucarística. Entre
otros muchos, podemos considerar el testimonio
impresionante de san Francisco de Asís (1182-1226).
Poco antes de morir, en su Testamento,
pide a todos sus hermanos que participen siempre de la inmensa veneración que
él profesa hacia la Eucaristía y los sacerdotes:
«Y lo hago
por este motivo: porque en este siglo nada veo corporalmente del mismo altísimo
Hijo de Dios, sino su santísimo cuerpo y su santísima sangre, que ellos reciben
y sólo ellos administran a los demás. Y quiero que estos santísimos misterios sean honrados y venerados por
encima de todo y colocados en lugares preciosos» (10-11; cf. Admoniciones 1: El Cuerpo del Señor).
Esta
devoción eucarística, tan fuerte en el mundo franciscano, marca también una
huella muy profunda, que dura hasta nuestros días, en la espiritualidad de las
clarisas. En la Vida de
santa Clara (+1253),
escrita muy pronto por el franciscano Tomás de Celano (hacia 1255), se refiere un precioso milagro eucarístico.
La iconografía tradicional representa a Santa Clara de Asís con una custodia en
la mano, porque asediada la ciudad de Asís por un ejército invasor de
sarracenos, fueron estos ahuyentados del convento de San Damián por la Santa
con la custodia:
«Ésta, impávido el corazón, manda, pese a
estar enferma, que la conduzcan a la puerta y la coloquen frente a los
enemigos, llevando ante sí la cápsula de plata, encerrada en una caja de
marfil, donde se guarda con suma devoción el Cuerpo del Santo de los Santos».
De la misma cajita le
asegura la voz del Señor: “yo siempre os defenderé”, y los enemigos,
llenos de pánico, se dispersan» (Legenda santæ Claræ 21).
José María Iraburu, Consiliario diocesano ANE de la Archidiócesis de Pamplona
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