Llamados a la santidad
La fiesta de todos los Santos (1 noviembre) y la conmemoración de todos los difuntos (2
noviembre) vienen a ponernos delante de los ojos la
realidad del más allá. Más allá de la muerte, la vida continúa para cada uno de
nosotros. Hemos
sido creados para vivir eternamente con Dios en el cielo, que será una gracia de Dios y un premio a
nuestra libre respuesta positiva. Cabe lógicamente la respuesta negativa por
nuestra parte que nos apartaría de Dios para toda la eternidad. Eso es el
infierno, donde no podremos amar nunca más.
Pero el plan de Dios es llevarnos consigo
al cielo. La fiesta de todos los santos nos habla de
esa felicidad preparada por Dios para cada uno y para todos. A veces pensamos que la santidad es
hacer cosas extrañas, y no es así. La santidad es sencillamente ajustar nuestra
vida a la voluntad de Dios. Dejarle a Dios que él vaya haciendo su obra en
nosotros, no interrumpirle. Colaborar con él en la misión que nos encomienda.
El pecado consiste precisamente en preferir la propia voluntad y capricho ante
la voluntad de Dios.
Nacemos pecadores y el bautismo nos hace santos. La vida entera es
un proceso de crecimiento en la santidad, configurándonos cada vez más con
Cristo y eliminando al mismo tiempo la mala hierba que crece sola en nuestro
corazón sin haberla sembrado nosotros. La santidad es parecerse a Jesucristo y
a su madre bendita María. Eso son los santos, una prolongación de Cristo en la historia, un eco de su presencia
Hace pocos días fue proclamada santa la
Madre María de la Purísima, que fue superiora general de las Hermanas de la
Cruz. Es un gozo indecible verla ensalzada en los altares, esta mujer que ha
sido humilde hasta el extremo, como son las Hermanas de la Cruz siguiendo el
carisma de Santa Ángela de la Cruz. Una mujer lista y bien preparada, que lo
deja todo para parecerse a Jesús crucificado en el servicio a los pobres,
irradiando alegría en su entorno. El pueblo la tuvo por santa en vida, hoy ha
sido incluida oficialmente en el catálogo de los santos….
Y al día siguiente, conmemoración de los
fieles difuntos. La Iglesia nos invita a orar por todos
los difuntos,
especialmente por nuestros familiares y deudos. Y es que, terminada la etapa de la vida terrena, la muerte nos
presenta ante Dios para ser juzgados por él. Y puede que la muerte nos llegue sin haber
purificado nuestro corazón de todo afecto desordenado, con el vestido de bautismo manchado,
sin el traje nupcial. Dios ha preparado el purgatorio como situación
transitoria para aquellos que han muerto en el Señor, pero por remolones no les
ha dado tiempo a purificarse.
El purgatorio es un lugar donde se ama (no es como
el infierno), pero donde
se sufre inmensamente, al ver el amor de Dios tan grande y la respuesta mía tan
pequeña e imperfecta. Por eso, rezamos por los difuntos para
que cuanto antes vayan a gozar de Dios en el cielo, con los santos, con María
santísima, con Jesús con el Padre y el Espíritu Santo. Podemos
ahorrarnos el purgatorio, si durante
nuestra vida en la tierra hacemos penitencia por nuestros pecados pasados. Y podemos
ahorrar purgatorio a los demás si asumimos por amor los sufrimientos de la vida diaria. No escaquearnos
del sufrimiento, porque nos traerá muchos bienes a nosotros y a los demás.
Nuestro ideal no es evitarnos todo sufrimiento a costa de lo que sea. Nuestro
ideal es hacer la voluntad de Dios, unirnos a la Cruz de Cristo redentor, y de
esa manera merecer para nosotros y para los demás el cielo.
La fiesta de todos los santos y la conmemoración de los difuntos nos
hablan del más allá. El cristiano vive radicado por la fe en el cielo, en el
otro mundo, y pasa por la tierra haciendo el bien de manera transitoria. Pensemos en
el más allá para vivir la etapa presente con sentido de futuro.
Recibid mi
afecto y mi bendición:
+
Demetrio Fernández, obispo de Córdoba
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