Las obras de misericordia espirituales y
corporales.
(II)
Comenzamos
hoy nuestra reflexión ante el Santísimo Sacramento, pidiendo a Cristo que nos
ayude a entender todo el Amor que Él vive con los hombres y que se encierra en
cada una de estas acciones.
“Enseñar al que no sabe”
Es la primera obra de misericordia. El Señor enseñaba a los apóstoles,
les explicaba las parábolas. Toda la vida de Cristo es una enseñanza, una
lección de amor que nos descubre el Amor que Dios Padre nos tiene.
Todos
necesitamos aprender - y tenemos mucho que aprender - en todos los campos de
nuestra vida: en el estudio, en la profesión, en las relaciones con los demás,
en la vida con nuestras familias, con nuestros amigos. Y, de manera muy
particular, hemos de mejorar mucho en el conocimiento de las verdades de la Fe,
y vivir con más amor nuestras relaciones personales con Dios en la piedad.
Nuestra
capacidad de aprender es inagotable. Nunca podemos decir que ya conocemos
bastante, que ya hemos alcanzado la profundidad de la sabiduría del Amor de
Dios.
Dios, por
su parte, nos expresa claramente su voluntad, su amor. Dios quiere que “todos
los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad”. Pero “¿cómo
conocerán la Verdad si nadie se la anuncia?” (…), se pregunta el apóstol, y todos los cristianos
nos lo preguntamos también. Cuando los primeros discípulos recibieron el
Espíritu Santo el día de Pentecostés, comenzaron enseguida a hablar y a
anunciar la Resurrección de Cristo, a anunciar la Verdad de Dios a los hombres.
El
Señor nos da un ejemplo precioso de esta obra de misericordia cuando sale al encuentro
de los discípulos de Emaús. Se pone a su lado, camina con ellos, les explica las
Escrituras -les
enseña a leerlas- y comienza a hablarles, para que crean en su Resurrección. Y
hablando, camina con ellos un buen rato, hasta que ellos le ruegan: “Quédate
con nosotros” (Lc 24, 29).
Los padres
de familia caminan con sus hijos enseñándoles tantas cosas: a caminar, a comer,
a estudiar, a ayudar a sus hermanos. Y, al rezar con ellos, les están
transmitiendo el mayor tesoro de sabiduría mayor que guardan en su cabeza y en
su corazón: la Fe en Dios Padre, el amor a Jesucristo, Dijo Hijo. Así, los
padres que cuidan de la vida de sus hijos, se preocupan también de la vida de
su espíritu, de alimentar sus almas, de leer la vida de Cristo, los Evangelios,
con ellos.
Los
profesores cristianos que se preocupan de transmitir a sus alumnos no sólo toda
su ciencia, sino también y como por ósmosis, por el buen ejemplo, la
amabilidad, el cariño y la preocupación que les manifiestan, viven muy bien
esta obra de misericordia.
Enseñar el misterio del amor de Dios a los
hombres es la finalidad de la labor de catequesis que se hace en nuestras parroquias,
y en la que podemos participar en la medida de nuestras disponibilidades, como
cuando explicamos a un compañero una cuestión profesional que él no ha
entendido muy bien. Y siempre que enseñamos a un amigo a rezar el Padrenuestro,
el Avemaría, a leer personalmente los Evangelios, la vida de Cristo
“Dar buen consejo al que lo
necesita”
Todos sabemos por experiencia que muchas
veces necesitamos el buen consejo de un amigo, de una persona que nos quiere y
que se preocupa de nosotros, de nuestro bien. Cuando hacemos cosas mal hechas,
nos gustaría cambiar, rectificar - y no sabemos cómo hacerlo - echamos en falta
la presencia de un amigo que nos aconseje para que, después, libremente, nos
decidamos a seguir un camino u otro. Un buen consejo en la vida espiritual, en
la vida profesional, en la vida familiar y personal, es
un tesoro inapreciable.
¡Cuántas madres de familia han agradecido de todo
corazón el buen consejo de un médico que les ha animado a seguir adelante con
un embarazo, y que ha hecho posible el gozo del nacimiento de un ser humano!
El Señor da
un sabio consejo a quienes querían arrancar la cizaña en el campo de trigo. Les
dice que dejen crecer todo, para que, al arrancar la cizaña, no la confundan
con el trigo, y se haga más daño al campo. Todo a su hora. Ya llegará el
momento de la siega y, entonces, el trigo se recogerá en los graneros, y la
cizaña alimentará el horno de fuego.
“Del amigo
el consejo”, nos recuerda la sabiduría del pueblo. Porque sólo los buenos
amigos tienen la fortaleza de decirnos las cosas que necesitamos cambiar, que
debemos corregir en nuestra conducta, que nos hacen daño y que debemos
abandonar. Sólo un buen amigo tiene el ánimo y el cariño necesario para
insistirnos en qué debemos estudiar más, trabajar mejor, confesarnos de vez en
cuando y pedir perdón por nuestros pecados.
El buen
consejo es uno de los frutos más preciosos de la
amistad. El amigo es el que se
preocupa del bien del amigo, y del bien en todos sus sentidos. Por eso, el
amigo es el único que se atreve a corregirle y a animarle. Seremos esos buenos
amigos si animamos a un compañero a preocuparse más de su familia, a estar más
comprometido con la educación de sus hijos, a tratar con más cariño a sus
padres, a su marido, a su esposa.
“Echad la
red a la derecha”, otro precioso consejo del Señor a los apóstoles, que estaban
algo desalentados por el poco fruto de sus fatigas. No habían pescado nada
durante toda la noche.
¡Cuántas veces echamos en falta una
palabra que nos oriente en el camino, una sugerencia que nos invite a pensar
con alma en lo que vamos a hacer! Y ¡cuántas veces, también, nos habrá removido
la conciencia de no haber dado un buen consejo a alguien para que no hubiera
hecho algo que, después, le ha provocado un grave daño a su vida, a su familia,
a su trabajo.
Cuestionario
■ ¿Enseño el Catecismo a mis hijos, a mis nietos, para
que conozcan y amen a Jesús?
■ ¿Animo a un amigo a que se acerque a Dios, vaya a
Misa y practique los Sacramentos?
■ ¿Acojo con cariño a quien me solicite un consejo; y
pido gracia al Señor para decirle lo mejor para su alma?
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