« ¿CON QUÉ COMPRAREMOS PAN…? »
Ante la multitud que le había seguido
desde las orillas del mar de Galilea hasta la montaña para escuchar
su palabra, Jesús da comienzo, con esta pregunta, al
milagro de la multiplicación de los panes, que constituye el significativo preludio al largo
discurso en el que se revela al mundo como el verdadero pan de vida bajado del
cielo (cfr. Jn 6,41).
Hemos oído la narración evangélica: con
cinco panes de cebada y dos peces, proporcionados por un muchacho, Jesús sacia
el hambre de cerca de cinco mil hombres. Pero éstos, no comprendiendo la
profundidad del signo en el cual se habían visto envueltos, están convencidos
de haber encontrado finalmente al Rey-Mesías, que resolverá los problemas
políticos y económicos de su nación. Frente a tan obtuso malentendido de su
misión, Jesús se retira, completamente solo, a la montaña.
También nosotros hemos seguido a Jesús. Pero podemos y debemos
preguntarnos: ¿Con qué actitud interior? ¿Con la auténtica de la fe, que Jesús
esperaba de los Apóstoles y de la multitud cuya hambre ha saciado, o con una
actitud de incomprensión? Jesús se presentaba en aquella ocasión algo así -pero con más evidencia- como Moisés, que en el desierto había quitado el
hambre al pueblo israelita durante el éxodo; se presentaba algo así -y también
con más evidencia- como Eliseo, el cual con veinte panes de cebada y de
álaga, había dado de comer a cien personas. Jesús se manifestaba, y se
manifiesta hoy a nosotros, como quien es capaz de saciar para siempre
el hambre de nuestro corazón: Yo soy el pan de vida; el que viene a mí ya no tendrá
más hambre y el que cree en mí jamás tendrá sed (Jn 6,35).
El hombre, especialmente el de estos
tiempos, tiene hambre de muchas cosas: hambre de verdad, de justicia, de amor,
de paz, de belleza; pero sobre todo, hambre de Dios. ¡Debemos estar hambrientos
de Dios!, exclamaba San Agustín. ¡Es Él, el Padre celestial, quien nos da el
verdadero pan!
Este pan, del que estamos tan necesitados,
es ante todo Cristo, el
cual se nos entrega en los signos sacramentales de la Eucaristía y nos hace sentir, en cada Misa, las
palabras de la última Cena: Tomad y comed todos de él; porque éste es mi Cuerpo
que será entregado por vosotros. Con el sacramento del pan eucarístico -afirma
el Concilio Vaticano II- se presenta y realiza la unidad de los fieles, que
constituyen un solo Cuerpo en Cristo (cfr. 1 Cor 10,17). Todos los hombres son llamados a esta
unión con Cristo que es Luz del mundo; de Él venimos, por Él vivimos, hacia Él
estamos dirigidos (Lumen Gentium 3).
El pan que necesitamos es,
también, la Palabra de Dios, porque, no sólo de pan vive el hombre, sino de toda
palabra que sale de la boca de Dios (Mt 4,4; Dt 8,3). Indudablemente también los hombres
pueden pronunciar y expresar palabras de tan alto valor. Pero la historia nos
muestra que las palabras de los hombres son, a veces, insuficientes, ambiguas,
decepcionantes, tendenciosas; mientras que la Palabra de Dios está llena de
verdad (cfr. 2 Sam 7,28; 1 Cor 17,26); es recta (Sal 33,4); es estable y permanece para siempre
(cfr. Sal 119,89; 1 Pe 1,25).
Debemos ponernos continuamente en
religiosa escucha de tal Palabra; asumirla como criterio de nuestro modo de
pensar y de obrar; conocerla, mediante la asidua lectura y personal meditación.
Pero, especialmente, debemos hacerla nuestra, llevarla a la práctica, día tras
día, en toda nuestra conducta.
Por último, el pan que necesitamos es
la gracia, que debemos invocar y pedir con sincera humildad y con incansable
constancia,
sabiendo bien que es lo más valioso que podemos poseer.
El camino de nuestra vida, trazado por el
amor providencial de Dios, es misterioso, a veces humanamente incomprensible y
casi siempre duro y difícil. Pero el Padre nos da el pan del cielo (cfr.
Jn 6,32), para ser aliviados en
nuestra peregrinación por la tierra.
Quiero concluir con un pasaje de San Agustín, que sintetiza
admirablemente cuanto hemos meditado: Se comprende muy bien... que tu
Eucaristía sea alimento cotidiano. Saben, en efecto, los fieles lo que reciben
y está bien que reciban el pan cotidiano necesario para este tiempo. Ruegan por
sí mismos, para hacerse buenos, para perseverar en la bondad, en la fe, en la
vida buena... La Palabra de Dios, que cada día se os explica y, en cierto modo,
se os reparte, es también pan cotidiano.
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