MARZO
2018
«Muéstrame tus caminos, Yahvé, enséñame tus sendas»
(Sal 25,4)
El rey y
profeta David, autor de este salmo, está agobiado
por la angustia y la pobreza y se siente en peligro frente a sus enemigos. Querría
encontrar un camino para salir de esta situación dolorosa, pero siente su
impotencia.
Entonces eleva
sus ojos hacia el Dios de Israel, que desde siempre ha protegido
a su pueblo, y lo invoca con esperanza para
que acuda en su ayuda.
La Palabra de vida de este mes subraya en
particular su petición de conocer los caminos y las sendas del Señor, como luz
para nuestras propias decisiones, sobre todo en los momentos difíciles.
«Muéstrame tus caminos, Yahvé, enséñame tus sendas»
También
a nosotros nos sucede que tenemos que tomar decisiones en la vida que afectan
a la conciencia y a toda nuestra persona; a veces tenemos muchos posibles
caminos ante nosotros y no estamos seguros de cuál es el mejor; otras veces nos
parece que no hay ninguno...
Buscar un camino por el que avanzar es
profundamente humano, y a veces necesitamos pedirle ayuda a alguien a quien
consideramos amigo.
La fe
cristiana nos lleva a entrar en la amistad con Dios: Él es el Padre que nos
conoce íntimamente y que gusta de acompañarnos en nuestro camino.
Todos los días Él nos invita a cada uno de
nosotros a emprender libremente una aventura teniendo como brújula el amor
desinteresado por Él y por todos sus hijos.
Los caminos y sendas son también ocasiones
de conocer a otros viajeros, de descubrir nuevas metas que compartir. El
cristiano nunca es una persona aislada, sino que forma parte de un pueblo en
camino hacia el designio de Dios Padre sobre la humanidad, que Jesús nos reveló
con sus palabras y con toda su vida: la fraternidad universal, la civilización
de la unidad.
«Muéstrame tus caminos, Yahvé, enséñame tus sendas»
Y los caminos del Señor son audaces, a veces parecen llevarnos al límite de nuestras
posibilidades, como puentes colgantes entre paredes de roca.
Estos caminos desafían
hábitos egoístas, prejuicios, la falsa humildad, y nos abren horizontes de
diálogo, encuentro y compromiso por el bien común. Sobre todo nos reclaman un amor siempre nuevo, arraigado
en la roca del amor y de la fidelidad de Dios para con nosotros y capaz de llegar hasta el perdón. Es la condición irrenunciable para entablar relaciones de justicia y de paz
entre personas y entre pueblos. También el testimonio de un
gesto de amor sencillo pero auténtico puede iluminar el camino en el corazón de
los demás. En Nigeria, durante un encuentro en el que jóvenes y adultos podían
compartir sus experiencias de amor evangélico, una niña, Maya, contó: «Ayer,
mientras estábamos jugando, un niño me empujó y me caí. Me dijo
"perdón" y le perdoné».
Estas palabras abrieron el corazón de un
hombre cuyo padre había sido asesinado por Boko Haram: «Miré a Maya. Si ella,
que es una niña, puede perdonar, significa que también yo puedo hacer lo
mismo».
«Muéstrame tus caminos, Yahvé, enséñame tus sendas»
Si queremos encomendarnos a un guía de
confianza en nuestro camino, recordemos que el propio Jesús dijo de sí mismo: «Yo soy el camino...» (Jn 14,6). Dirigiéndose a los jóvenes en Santiago de
Compostela en la Jornada Mundial de la Juventud de 1989, Chiara Lubich los
animó con estas palabras:
«[...] Al
definirse a sí mismo como "el Camino" quiso decir que debemos caminar
como Él caminó [...]. Se puede decir que el
camino que recorrió Jesús tiene un nombre: amor [...] El amor que Jesús vivió y
llevó es un amor especial y único. [...] Es el mismo amor que arde en Dios.
[...] Pero ¿a quién amar? Ciertamente, amar a Dios es nuestro primer deber. Y
luego: amar a cada prójimo. [...]
»De la mañana a la noche, cada relación
con los demás hay que vivirla con este amor. En casa, en la universidad, en el
trabajo, en los campos de deporte, en vacaciones, en la iglesia o por la calle,
debemos aprovechar las distintas ocasiones para amar a los demás como a
nosotros mismos, viendo a Jesús en ellos, sin descuidar a nadie; es más, siendo
los primeros en amar a todos. [...] Entrar lo más profundamente posible en el
ánimo del otro; comprender de verdad sus problemas, sus exigencias, sus
tropiezos y también sus alegrías, para poder compartir con ellos todo. [...] Hacerse, en cierto modo, el otro. Como Jesús, el cual,
siendo Dios, por amor se hizo hombre como nosotros. Así el prójimo se siente comprendido y aliviado, porque
hay alguien que lleva con él sus pesos, sus penas, y comparte sus pequeñas
alegrías.
»"Vivir el otro": "vivir
los otros": este es un gran ideal, es superlativo [...]».
Leticia Magri
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