OCTUBRE 2016
«Perdona a tu prójimo el agravio, y, en cuanto
lo pidas, te serán perdonados tus pecados» (Si 28,2).
En una sociedad violenta como aquella en que vivimos, el perdón es un tema difícil de afrontar. ¿Cómo se puede perdonar a quien ha destruido una familia, a quien ha cometido crímenes inenarrables o, más sencillamente, a quien nos ha herido en cuestiones personales, arruinando nuestra carrera o traicionando nuestra confianza?
El primer impulso instintivo es la venganza,
devolver mal por mal, desencadenando una espiral de odio y agresividad que
embrutece a la sociedad. O interrumpir toda relación, guardar rencor y ojeriza,
en una actitud que amarga la vida y envenena las relaciones.
La Palabra de Dios irrumpe con fuerza en las más
variadas situaciones de conflicto y propone sin medias tintas la solución más
difícil y valiente: perdonar.
Esta vez la invitación nos llega de un sabio del
antiguo pueblo de Israel, Ben Sira, que muestra lo absurdo que es pedir perdón
a Dios y no saber perdonar. «¿A quién perdona [Dios] los pecados? -leemos en un
antiguo texto de la tradición hebraica-. A quien sabe perdonar a su vez». Es lo
que nos enseñó el propio Jesús en la oración que dirigimos al Padre: «Perdona
nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden» (cf. Mt 6, 12).
También nosotros nos equivocamos, y cuando ocurre ¡nos gustaría que nos perdonasen! Suplicamos y
esperamos que se nos dé de nuevo la posibilidad de volver a empezar, que
vuelvan a confiar en nosotros. Si a nosotros nos ocurre eso, ¿no les ocurrirá
lo mismo a los demás? ¿No debemos amar al prójimo como a nosotros mismos?
«Perdona a
tu prójimo el agravio, y, en cuanto lo pidas, te serán perdonados tus pecados»
Chiara Lubich, que sigue inspirando nuestra comprensión
de la Palabra, comenta así la invitación a perdonar: «no es olvidar, que en
muchos casos significa no querer mirar de frente la realidad; el perdón no es
debilidad, es decir, no tener
en cuenta un error por miedo a quien lo ha cometido, que es más fuerte. El
perdón no consiste en afirmar que lo que es grave no tiene importancia, o que
está bien lo que está mal. El perdón no es indiferencia. El perdón es un acto de voluntad y de
lucidez -por tanto, de libertad- que consiste en acoger al
hermano tal como es a pesar del mal que nos ha hecho, como Dios nos acoge
siendo pecadores a pesar de nuestros defectos. El perdón consiste en no
responder a la ofensa con la ofensa, sino en hacer lo que dice Pablo: "No te dejes vencer por el mal;
antes bien, vence al mal con el bien" (Rm 12, 21). El perdón
consiste en abrir a quien te hace daño la posibilidad de una nueva relación
contigo, es decir, la posibilidad para él y para ti de volver a empezar la
vida, de tener un futuro en que el mal no tenga la última palabra».
La Palabra de vida nos ayudará a resistir a la
tentación de responder igual, de devolver el mal inmediatamente. Nos ayudará a
ver con ojos nuevos a quien es nuestro «enemigo», reconociendo en él a un
hermano, aunque sea malo, que necesita alguien que lo ame y lo ayude a cambiar.
Será nuestra «venganza de amor».
«Dirás: "Pero es difícil" -prosigue Chiara
en su comentario-. Está claro. Pero ahí está la belleza del cristianismo. No en
vano sigues a un Dios que, al apagarse en la cruz, pidió perdón a su Padre por
quienes le habían dado muerte. Ánimo. Comienza una vida así. Te aseguro una paz
inusitada y una alegría desconocida».
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