TIEMPOS LITURGICOS

TIEMPOS LITURGICOS

viernes, 7 de octubre de 2016

DOMINGO 9 DE OCTUBRE, 28º DEL TIEMPO ORDINARIO



LOS OTROS NUEVE… ¿DONDE ESTAN?



     El Evangelio de este domingo nos narra la curación de los diez leprosos en los compases finales de la vida pública de Jesús. De ellos, sólo uno vuelve a dar gracias a Jesús después de su curación. En esta, como en otras muchas ocasiones, en las que Jesús aparece curando a los enfermos, librando a los endemoniados o resucitando a los muertos, se nos muestra como una persona cercana a los dolores y sufrimientos de sus semejantes. No sólo se conmueve, sino que actúa eficazmente, en este caso, curando a los diez leprosos apenas conoce su situación.

     Como a Jesús, también a nosotros nos salen al encuentro cada día muchos hermanos que sufren enfermedades físicas o psíquicas, hambre, soledad, paro, carencia de un hogar y tantas situaciones de sufrimiento que todos conocemos. 
     El Evangelio de este domingo nos dice que no basta la compasión. El ejemplo de Jesús nos pide no pasar de largo ante las necesidades de nuestro prójimo. La generosidad con los pobres, la disponibilidad para compartir nuestros bienes y brindar consuelo y esperanza a los que sufren, es algo exigido por nuestra común filiación: todos somos hijos de Dios y, en consecuencia, hermanos. Es algo exigido también por nuestra participación en la Eucaristía, sacramento de unidad y exigencia firmísima de fraternidad. 
     En la primera lectura de este domingo se narra la curación de la lepra de Naamán el sirio por el profeta Eliseo y, en el Evangelio, la curación de los diez leprosos por la palabra y el poder de Jesús. Cuando los Santos Padres interpretan estos pasajes, ven en ellos una alusión simbólica al pecado y al sacramento de la penitencia y nos vienen a decir que lo que la lepra es para el cuerpo, eso mismo es el pecado para el alma. 
    El pecado es siempre una ofensa a Dios, un envilecimiento propio y supone siempre una merma de la vitalidad y del dinamismo del Cuerpo Místico de Jesucristo. De ahí que tengamos que luchar contra el pecado y contra el oscurecimiento de los valores morales, que es uno de los dramas más grandes de nuestro tiempo. 
     En la curación de Naamán y de los diez leprosos, ven los Santos Padres el anuncio del sacramento de la penitencia, que Jesús instituirá después de su resurrección, un sacramento tan hermoso, como poco apreciado hoy por muchos cristianos. 
     Se ha dicho muchas veces en los últimos años que hoy los cristianos comulgan más, pero confiesan menos. Las razones de esta actitud son la pérdida de la conciencia de pecado, que lleva a muchas personas a decir que no se confiesan porque ellos no pecan. Otros afirman que no necesitan confesarse con el sacerdote porque se confiesan con Dios, actitud que es contraria a la voluntad de Jesús. 
     Las dos posturas son equivocadas. Todos efectivamente somos pecadores. Todos nos equivocamos muchas veces y todos tenemos que entonar cada día el “Yo pecador”. Y es verdad que es Dios quien perdona, porque Él es el ofendido. Por ello, es necesario el arrepentimiento y la contrición. Pero es necesario declarar nuestras faltas al sacerdote, porque ésta es la voluntad de Jesús, quien en la tarde de su resurrección dice a los Apóstoles: “Recibid el Espíritu Santo; a quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados y a quienes se los retuvierais le quedan retenidos”.

     Las lecturas de este domingo nos invitan a valorar el sacramento del perdón, de la paz, de la alegría y del reencuentro con Dios. La confesión frecuente, bien preparada, con verdadero arrepentimiento de nuestras faltas, es un medio extraordinario para crecer en fidelidad al Señor destacan además otro aspecto básico en nuestra vida cristiana: el agradecimiento a Dios, de quien hemos recibido todo lo que somos y tenemos y de quien recibimos cada día todos los dones naturales y sobrenaturales. El sirio Naamán da gracias a Eliseo y al Dios de Israel por su curación. En el Evangelio, Jesús contrapone la actitud de los nueve leprosos judíos, que se olvidan de darle gracias por su curación, y la actitud del samaritano, que “volvió alabando a Dios a grandes gritos y se echó por tierra a los pies de Jesús dándole gracias”. 
     Dar gracias a Dios cada día debe ser una actitud elemental del cristiano, pues nada de lo que somos y tenemos es nuestro, sino que es pura gracia de Dios. Nuestra familia, nuestros amigos,, nuestros talentos y capacidades, el hecho de haber nacido en un país cristiano y en una familia cristiana, que a los pocos días de nuestro nacimiento pidió para nosotros a la Iglesia el bautismo, el hecho de perseverar en la fe y en la fidelidad al Señor, todo ello es puro don de Dios. Por ello, la expresión “gracias a Dios” debería estar siempre en nuestra boca, porque cada paso que damos en nuestra vida es con la ayuda de la gracia de Dios. 
     Para todos, mi saludo fraterno y mi bendición.

+ Juan José Asenjo Pelegrina-Arzobispo de Sevilla




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