«ÉSE ACOGE PECADORES Y
COME CON ELLOS.»
Estamos
ante una de las páginas evangélicas más sobrecogedoras, en las que como decía
Charles Péguy, Dios parece que ha perdido la vergüenza. Ante la pregunta sobre la
misericordia, Jesús describe una parábola, que simbólicamente representa a los
dos tipos de personas que estarán en torno a su vida: los
publicanos y pecadores por un lado, y los fariseos y letrados por otro. Pero el
protagonismo no recae en los hijos ni en sus representados, sino en el padre y
en su misericordia.
Publicanos y pecadores (el hijo menor). Este hijo siempre había sido medidor
de su destino: decidirá marcharse y regresar, haciendo
para ambos momentos un discurso ante su padre. Sorprende la actitud del padre
descrita con intensidad por una lista de verbos que desarman los discursos de
su hijo, y que indican la tensión de su corazón entrañable: “cuando estaba
lejos, su padre lo vio; y echando a correr, se le echó al cuello y se puso a
besarlo” (Lc 15,20).
Es el proceso-relato de la misericordia. Y el error de aquel hijo menor, que le
condujo a la fuga hacia los espejismos de una falsa felicidad y de una
esclavizante independencia, será transformado por el padre en gozo y encuentro,
en alegría inesperada e inmerecida. La última palabra dicha por ese padre, que
es la que queda sobre todas las penúltimas dichas por el hijo, es el triunfo de
la misericordia y la gracia.
Fariseos y letrados (el hijo mayor).
Triste es la actitud de este otro hijo, aparentemente
cumplidor, sin escándalos... pero resentido y vacío.
No pecó como su hermano, pero no fue por amor al padre, sino a sí mismo, a su
imagen, a su fama. Cuando la fidelidad no produce felicidad, es señal de que
no se es fiel por amor sino por interés. El se había quedado con su padre, pero
había puesto un precio a su gesto, que le impedía quedarse como hijo.
Teniéndolo todo, se quejaba de la falta de un cabrito. Quien vive calculando,
no puede entender, ni siquiera ver, lo que se le ofrece gratuitamente, en una
cantidad y calidad infinitamente mayor de cuanto se puede esperar.
Acaso cada uno de nosotros seamos una variante de esta parábola, y
tengamos parte de la actitud del hijo menor y parte de la del mayor. Lo importante
es que en la andanza de nuestra vida podamos tener un encuentro con la misericordia.
Hay muchas maneras de vivir lejos del Padre Dios, y muchos modos de despreciar
su amor estando junto a Él, porque podemos ser un hijo perdido o un hijo
huérfano. La trama de esta
parábola es la de nuestra posibilidad de ser perdonados. El sacramento de la
Penitencia es siempre el abrazo de este Padre que viéndonos en
todas nuestras lejanías, se nos acerca, nos abraza, nos besa y nos invita a su
fiesta. Esta es la
revolución de Dios, que de modo desproporcionado y gratuito,
con su propia medida, no quiere resignarse a que se pierda uno solo de sus
hijos queridos.
+ Jesús Sanz Montes, ofm-Arzobispo de Oviedo
No hay comentarios:
Publicar un comentario