CUIDAD LA VIÑA
Queridos hermanos y
hermanas:
La primera lectura, tomada del libro del
profeta Isaías, así como la página del evangelio según san Mateo, han propuesto
a nuestra asamblea litúrgica una sugestiva imagen alegórica de la Sagrada Escritura:
la imagen de la viña, de la que ya hemos oído hablar los domingos precedentes.
El pasaje inicial del relato evangélico hace referencia al "cántico de la
viña", que encontramos en Isaías. Se trata de un canto ambientado en el
contexto otoñal de la vendimia: una pequeña obra maestra de la poesía judía,
que debía resultar muy familiar a los oyentes de Jesús y gracias a la cual,
como gracias a otras referencias de los profetas (cf.
Os 10, 1; Jr 2, 21; Ez 17, 3-10; 19, 10-14; Sal 79, 9-17),
se comprendía bien que la viña indicaba a Israel. Dios dedica a su viña, al
pueblo que ha elegido, los mismos cuidados que un esposo fiel reserva a su esposa
(cf. Ez 16, 1-14; Ef 5,
25-33).
Por tanto, la
imagen de la viña, junto con la de las bodas, describe el proyecto divino de la
salvación y se presenta como una conmovedora alegoría de la alianza de Dios con su
pueblo. En el evangelio, Jesús retoma el cántico de Isaías,
pero lo adapta a sus oyentes y a la nueva hora de la historia de la salvación.
Más que en la viña pone el acento en los viñadores, a quienes los
"servidores" del propietario piden, en su nombre, el fruto del
arrendamiento. Pero los servidores son maltratados e incluso asesinados. ¿Cómo
no pensar en las vicisitudes del pueblo elegido y en la suerte reservada a los profetas
enviados por Dios? Al final, el propietario de la viña hace un último intento:
manda a su propio hijo, convencido de que al menos a él lo escucharán. En cambio,
sucede lo contrario: los viñadores lo asesinan precisamente porque es el hijo,
es decir, el heredero, convencidos de quedarse fácilmente con la viña. Por
tanto, se trata de un salto de calidad con respecto a la acusación de violación
de la justicia social, como aparece en el cántico de Isaías. Aquí vemos
claramente cómo el desprecio de la orden impartida por el propietario se
transforma en desprecio de él: no es una simple desobediencia de un precepto divino,
es un verdadero rechazo de Dios: aparece el misterio de la cruz.
Lo que denuncia esta página evangélica
interpela nuestro modo de pensar y de actuar. No habla sólo de la
"hora" de Cristo, del misterio de la cruz en aquel momento, sino de
la presencia de la cruz en todos los tiempos. De modo especial, interpela a los
pueblos que han recibido el anuncio del Evangelio. Si contemplamos la historia,
nos vemos obligados a constatar a menudo la frialdad y la rebelión de cristianos
incoherentes. Como consecuencia de esto, Dios, aun sin faltar jamás a su promesa
de salvación, ha tenido que recurrir con frecuencia al castigo. En este
contexto resulta espontáneo pensar en el primer anuncio del Evangelio, del que
surgieron comunidades cristianas inicialmente florecientes, que después desaparecieron
y hoy sólo se las recuerda en los libros de historia. ¿No podría suceder lo
mismo en nuestra época? Naciones que en otro tiempo eran ricas en fe y en
vocaciones ahora están perdiendo su identidad bajo el influjo deletéreo y destructor
de una cierta cultura moderna. Hay quien, habiendo decidido que "Dios ha
muerto", se declara a sí mismo "dios", considerándose el único
artífice de su destino, el propietario absoluto del mundo.
Desembarazándose de Dios, y sin esperar de
él la salvación, el hombre cree que puede hacer lo que se le antoje y que puede
ponerse como la única medida de sí mismo y de su obrar. Pero cuando el hombre elimina
a Dios de su horizonte, cuando declara "muerto" a Dios, ¿es verdaderamente
más feliz? ¿Se hace verdaderamente más libre? Cuando
los hombres se proclaman propietarios absolutos de sí mismos y dueños únicos de
la creación, ¿pueden construir de verdad una sociedad donde reinen la libertad,
la justicia y la paz? ¿No sucede más bien —como lo demuestra
ampliamente la crónica diaria— que se difunden el arbitrio del poder, los
intereses egoístas, la injusticia y la explotación, la violencia en todas sus
manifestaciones? Al final, el hombre se encuentra más solo y la sociedad más
dividida y confundida.
Pero
en las palabras de Jesús hay una promesa: la viña no será destruida. Mientras abandona
a su suerte a los viñadores infieles, el propietario no renuncia a su viña y la
confía a otros servidores fieles. Esto indica que, si en algunas regiones la fe
se debilita hasta extinguirse, siempre habrá otros pueblos dispuestos a
acogerla. Precisamente por eso Jesús, citando el salmo 117: "La piedra que
desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular" (v. 22),
asegura que su
muerte no será la derrota de Dios. Tras su muerte no permanecerá
en la tumba; más aún, precisamente lo que parecerá ser una derrota total marcará
el inicio de una victoria definitiva. A su dolorosa pasión y muerte en la cruz
seguirá la gloria de la resurrección. Entonces, la viña continuará produciendo
uva y el dueño la arrendará "a otros labradores que le entreguen los
frutos a su tiempo" (Mt
21, 41).
La imagen de la viña, con sus
implicaciones morales, doctrinales y espirituales aparecerá de nuevo en el
discurso de la última Cena, cuando, al despedirse de los Apóstoles, el Señor
dirá: "Yo soy la vid verdadera, y mi Padre es el viñador. Todo sarmiento
que en mí no da fruto, lo corta; y todo el que da fruto, lo limpia, para que dé
más fruto" (Jn
15, 1-2). Por consiguiente, a partir del acontecimiento pascual
la historia de la salvación experimentará un viraje decisivo, y sus protagonistas
serán los "otros labradores" que, injertados como brotes elegidos en Cristo,
verdadera vid, darán frutos abundantes de vida eterna (cf. Oración colecta).
Entre estos "labradores" estamos también nosotros, injertados en
Cristo, que quiso convertirse él mismo en la "verdadera vid". Pidamos
al Señor, que nos da su sangre, que se nos da a sí mismo en la Eucaristía, que
nos ayude a "dar fruto" para la vida eterna y para nuestro tiempo. El
mensaje consolador que recogemos de estos textos bíblicos es la certeza de que el mal y la
muerte no tienen la última palabra, sino que al final vence Cristo…
Benedicto
XVI, pp emérito
No hay comentarios:
Publicar un comentario