…A DIOS LO QUE ES DE
DIOS.
Queridos
hermanos y hermanas:
La primera lectura, tomada del
libro de Isaías, nos dice que Dios es uno, es único; no hay otros dioses fuera
del Señor, e incluso el poderoso Ciro, emperador de los persas, forma parte de
un plan más grande, que solo Dios conoce y lleva adelante.
Esta lectura nos da el sentido teológico de la historia: los cambios
de época, el sucederse de las grandes potencias, están bajo el supremo dominio
de Dios; ningún poder terreno puede ponerse en su lugar. La teología de la
historia es un aspecto importante, esencial, de la nueva evangelización, porque
los hombres de nuestro tiempo, tras el nefasto periodo de los imperios
totalitarios del siglo XX, necesitan reencontrar una visión global del mundo y
del tiempo, una visión verdaderamente libre, pacífica, esa visión que el
concilio Vaticano II transmitió en sus documentos, y que mis predecesores, el
siervo de Dios Pablo VI y el santo Juan Pablo II, ilustraron con su magisterio.
La segunda lectura es el inicio de la Primera Carta a los
Tesalonicenses, y esto ya es muy sugerente, pues se trata de la carta más
antigua que nos ha llegado del mayor evangelizador de todos los tiempos, el
apóstol san Pablo. Él nos dice
ante todo que no se evangeliza de manera aislada: también él
tenía de hecho como colaboradores a Silvano y Timoteo (cf 1Ts 1,
1), y a muchos otros. E inmediatamente añade otra cosa
muy importante: que el anuncio siempre debe ir precedido, acompañado y seguido
por la oración. En efecto, escribe: “En todo momento damos gracias a Dios por
todos vosotros y os tenemos presentes en nuestras oraciones” (v. 2).
El Apóstol asegura que es
bien consciente de que los miembros de la comunidad no han sido elegidos por
él, sino por Dios: “Él os ha
elegido”, afirma (v. 4). Todo
misionero del Evangelio siempre debe tener presente esta verdad: es el Señor
quien toca los corazones con su Palabra y su Espíritu, llamando a
las personas a la fe y a la comunión en la Iglesia.
Por último, san Pablo nos deja una enseñanza muy
valiosa, extraída de su experiencia. Escribe: “Cuando os anuncié nuestro
Evangelio, no fue solo de palabra, sino también con la fuerza del Espíritu
Santo y con plena convicción” (v. 5). La evangelización, para ser eficaz, necesita la
fuerza del Espíritu, que anime el anuncio e infunda en quien lo lleva
esa “plena convicción” de la que nos habla el Apóstol. Este término
“convicción”, “plena convicción”, en el original griego, es pleroforía: un vocablo que no expresa
tanto el aspecto subjetivo, psicológico, cuanto más bien la plenitud, la
fidelidad, la integridad, en este caso del anuncio de Cristo. Anuncio que, para
ser completo y fiel, necesita ir
acompañado de signos, de gestos, como la predicación de Jesús. Palabra, Espíritu y convicción –así entendida– son
por tanto inseparables y concurren a hacer que el mensaje evangélico se
difunda con eficacia.
Nos detenemos ahora en el pasaje del Evangelio. Se trata
del texto sobre la legitimidad del tributo que hay que pagar al César, que
contiene la célebre respuesta de Jesús:
“Dad al César lo que es del César, y a Dios lo que
es de Dios” (Mt 22, 21). Pero antes
de llegar a este punto, hay un pasaje que se puede referir a quienes tienen la
misión de evangelizar. De hecho, los interlocutores de Jesús –discípulos de los
fariseos y herodianos– se dirigen a él con palabras de aprecio, diciendo:
“Sabemos que eres sincero y que enseñas el camino de Dios conforme a la verdad,
sin que te importe nadie” (v. 16). Precisamente esta afirmación, aunque brote de
hipocresía, debe llamar nuestra atención.
Los
discípulos de los fariseos y los herodianos no creen en lo que dicen, solo lo
afirman como una captatio
benevolentiae para
que los escuche, pero su corazón está muy lejos de esa verdad; más bien quieren
tender una trampa a Jesús para poderlo acusar. Para nosotros en cambio,
esa expresión es preciosa y verdadera: Jesús,
en efecto, es sincero y enseña el camino de Dios según la
verdad y no depende de nadie. Él
mismo es este “camino de Dios”, que nosotros estamos llamados a recorrer.
Podemos recordar aquí las palabras de Jesús mismo
en el Evangelio de san Juan: “Yo soy el camino, la verdad y la vida” (14, 6). Es iluminador al respecto el comentario de san
Agustín: “Era necesario que Jesús dijera: “Yo soy el camino, la verdad y la
vida”, porque, una vez conocido el camino, faltaba conocer la meta. El camino
conducía a la verdad, conducía a la vida… Y nosotros, ¿a dónde vamos sino a él,
y por qué camino vamos sino por él?” (In Ioh 69, 2).
Los nuevos evangelizadores están llamados a ser los
primeros en avanzar por este camino que es Cristo, para dar a conocer a los
demás la belleza del Evangelio que da la vida. Y en este camino, nunca
avanzamos solos, sino en compañía: una experiencia de comunión y de fraternidad
que se ofrece a cuantos encontramos, para hacerlos partícipes de nuestra
experiencia de Cristo y de su Iglesia.
Así,
el testimonio unido al anuncio puede abrir el corazón de quienes están en busca
de la verdad, para que puedan
descubrir el sentido de su propia vida.
Una breve reflexión también
sobre la
cuestión central del tributo al César. Jesús responde con un
sorprendente realismo político, vinculado al teocentrismo de la tradición profética.
El tributo al César se debe pagar, porque la imagen de la moneda es suya; pero
el hombre, todo hombre, lleva en sí mismo otra imagen, la de Dios y, por tanto,
a él, y solo a él, cada uno debe su existencia. Los Padres de la Iglesia,
basándose en el hecho de que Jesús se refiere a la imagen del emperador impresa
en la moneda del tributo, interpretaron este paso a la luz del concepto
fundamental de hombre imagen de Dios, contenido en el primer capítulo del libro
del Génesis.
Un autor anónimo escribe:
“La
imagen de Dios no está impresa en el oro, sino en el género humano. La moneda
del César es oro, la de Dios es la humanidad… Por tanto, da tu riqueza material al César, pero reserva a Dios la
inocencia única de tu conciencia,
donde se contempla a Dios… El César, en efecto, ha
impreso su imagen en cada moneda, pero Dios ha escogido al hombre, que él ha
creado, para reflejar su gloria”
(Anónimo,
Obra incompleta sobre Mateo, Homilía 42). Y san Agustín utilizó muchas veces esta referencia en sus homilías: “Si
el César reclama su propia imagen impresa en la moneda –afirma–, ¿no exigirá
Dios del hombre la imagen divina esculpida en él? (En. in Ps., Salmo 94, 2). Y también: “Del mismo modo que se devuelve al César
la moneda, así se devuelve a Dios el alma iluminada e impresa por la luz de su
rostro… En efecto, Cristo habita en el interior del hombre” (Ib.,
Salmo 4, 8).
Esta palabra de Jesús es rica en contenido antropológico, y no se la
puede reducir únicamente al ámbito político. La Iglesia, por tanto, no se limita
a recordar a los hombres la justa distinción entre la esfera de autoridad del
César y la de Dios, entre el ámbito político y el religioso. La misión de la
Iglesia, como la de Cristo, es esencialmente hablar de Dios, hacer memoria de
su soberanía, recordar a todos, especialmente a los cristianos que han perdido
su identidad, el derecho de Dios sobre lo que le pertenece, es decir, nuestra
vida (…).
Queridos hermanos y hermanas,
vosotros
estáis entre los protagonistas
de la nueva evangelización que
la Iglesia ha emprendido y lleva adelante, no sin dificultad, pero con el
mismo entusiasmo de los primeros cristianos. En conclusión, hago mías las
palabras del apóstol san Pablo que hemos escuchado: “Doy gracias a Dios por
todos vosotros”. Y os aseguro que os llevo en mis oraciones, consciente de la
actividad de vuestra fe, el esfuerzo de vuestro amor y la firmeza de vuestra
esperanza en Jesucristo nuestro Señor
(cf
1Ts 1, 3).
La Virgen María, que no tuvo miedo de responder
“sí” a la Palabra del Señor y, después de haberla concebido en su seno, se puso
en camino llena de alegría y esperanza, sea siempre vuestro modelo y vuestro
guía. Aprended de la Madre del Señor y Madre nuestra a ser humildes y al mismo
tiempo valientes, sencillos y prudentes, mansos y fuertes, no con la fuerza del
mundo, sino con la de la verdad. Amén».
Benedicto XVI, papa emérito
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