En el mes de
los difuntos
Queridos hermanos y hermanas:
Hemos
comenzado el mes de noviembre, que en la piedad popular está dedicado a quienes "nos
han precedido en el signo de la fe y duermen ya el sueño de la paz". Desde antiguo la Iglesia ha honrado con gran piedad
el recuerdo de los difuntos y ha ofrecido sufragios por ellos, pues "es
una idea piadosa y santa orar por los difuntos para que sean liberados del
pecado" (2 Mac, 12,46)". La visita al cementerio y
la oración, mortificación y limosna en
sufragio de nuestros seres queridos difuntos y también de aquellos que no
tienen quien rece por ellos, es una elocuente profesión de fe en la vida eterna
y en el dogma de la comunión de los Santos. Con ello manifestamos visiblemente nuestra convicción
de que los miembros de la Iglesia peregrina, junto con los Santos del cielo y
los hermanos que se purifican en el purgatorio, constituimos un cuerpo, una familia, que participa de un patrimonio común, el tesoro de
la Iglesia, del que forman parte los méritos infinitos de Jesucristo, muy
especialmente su pasión, muerte y resurrección, y la oración constante de quien
"vive siempre para interceder por nosotros" (Hbr 7,25).
A este patrimonio precioso
pertenecen también los méritos e intercesión de la Santísima Virgen y de los
Santos, la plegaria de las almas del purgatorio y
nuestras propias oraciones, sacrificios y obras buenas, que hacen crecer el
caudal de gracia del Cuerpo Místico de Jesucristo. Siempre, pero especialmente
en el mes de noviembre encomendemos a las benditas almas del purgatorio y
encomendémonos también a ellas pues mucho pueden favorecer nuestra vitalidad
espiritual y apostólica.
El mes de noviembre y la
Palabra de Dios de estos días finales del
año litúrgico nos recuerdan los Novísimos, las verdades últimas de
nuestra vida, algo que pertenece a la
integridad de la fe católica. Nos invitan además a la vigilancia, que no es vivir bajo el temor de un Dios justiciero
que está esperando nuestros yerros o pecados para castigarnos. Esta actitud de
desconfianza y miedo ante Dios, sólo engendra personas obsesivas y
escrupulosas, que piensan que Dios es un ser predispuesto contra el hombre, quien
debe ganarse su salvación con sus solas fuerzas y luchando contra enormes
imponderables.
La vigilancia cristiana es una actitud positiva que
tiene como raíz el optimismo sobrenatural de sabernos hijos de un Padre bueno,
que quiere nuestra salvación y felicidad y que nos da los medios para
alcanzarla. Es concebir la vida cristiana como una respuesta amorosa a Dios que
nos ama, que es fiel a sus promesas y que espera nuestra fidelidad con la ayuda
de su gracia. La actitud de vigilancia debe penetrar y matizar toda la vida del
cristiano, para saber distinguir los valores auténticos de los
sólo aparentes. La cultura actual nos
impone modos de pensar, actuar y entender la vida que nada tienen que ver con
los auténticos valores humanos y cristianos. Es necesaria, pues, una actitud
crítica ante lo que vemos, escuchamos o leemos y una independencia de criterio
ante los mensajes contrarios al Evangelio que, directa o indirectamente, nos
ofrecen algunos medios de comunicación.
La vigilancia es también necesaria para que no se debilite
nuestra conciencia moral recta, capaz de distinguir el bien del mal, lo derecho
de lo torcido. De lo contrario, la
conciencia puede endurecerse hasta perder el sentido del pecado. Medios
eficaces para conservar la rectitud moral son la confesión frecuente y el
examen de conciencia diario, que tanto pueden ayudarnos en nuestro camino de
fidelidad al Señor.
Es
necesaria también la vigilancia ante los peligros que pueden debilitar nuestra fe o
nuestra vida cristiana. El cristiano no puede
vivir en una atmósfera permanente de miedo o de temor, pero tampoco ha de ser
un atolondrado, ni creerse invulnerable ante los peligros o tentaciones del
demonio. Ha de vivir su vida cristiana con responsabilidad y sabiduría, para descubrir
los peligros que pueden poner en riesgo nuestra fe y, sobre todo, nuestro mayor
tesoro, la vida de la gracia, que es comunión con el Padre, el Hijo y el
Espíritu, que vive en nosotros dando testimonio de que somos hijos de Dios, y
que es ya en este mundo anticipo de la vida de la gloria.
Para vivir la esperanza cristiana en la salvación
definitiva no hay mejor camino que tomar en serio el
momento presente en función de los acontecimientos finales. Este es el estilo
de los Santos. De este modo no consideraremos la muerte como una tragedia, sino
que la esperaremos con la paz y la alegría de quienes se preparan para el
encuentro y el abrazo definitivo con Dios. Que la
Santísima Virgen, a la que todos los días decimos muchas veces "ruega por
nosotros pecadores ahora y en la hora de nuestra muerte", nos cuide y
proteja ahora y en la hora postrera de nuestra vida.
Para todos, mi saludo
fraterno y mi bendición.
+ Juan José
Asenjo Pelegrina, Arzobispo
de Sevilla
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