… AMARÁS A DIOS Y A TU PRÓJIMO…
Queridos hermanos y hermanas:
La Palabra del Señor, que se acaba de
proclamar en el Evangelio, nos ha recordado que el amor es el compendio
de toda la Ley divina.
El evangelista san Mateo narra que los fariseos, después de que Jesús
respondiera a los saduceos dejándolos sin palabras, se reunieron para ponerlo a
prueba (cf. Mt 22, 34-35). Uno de ellos, un doctor de la ley,
le preguntó: "Maestro, ¿cuál es el
mandamiento mayor de la Ley?" (Mt 22, 36). La pregunta deja adivinar la
preocupación, presente en la antigua tradición judaica, por encontrar un principio
unificador de las diversas formulaciones de la voluntad de Dios. No era una
pregunta fácil, si tenemos en cuenta que en la Ley de Moisés se contemplan 613
preceptos y prohibiciones. ¿Cómo discernir, entre todos ellos, el mayor? Pero
Jesús no titubea y responde con prontitud: "Amarás al Señor,
tu Dios, con todo tu
corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Este es el mayor y el
primer mandamiento" (Mt 22, 37-38). En su respuesta, Jesús cita el Shemá, la oración que el israelita
piadoso reza varias veces al día, sobre todo por la mañana y por la tarde (cf. Dt 6, 4-9; 11, 13-21; Nm 15, 37-41): la proclamación del amor íntegro y
total que se debe a Dios, como único Señor. Con la enumeración de las tres
facultades que definen al hombre en sus estructuras psicológicas profundas:
corazón, alma y mente, se pone el acento en la totalidad de esta entrega a
Dios. El término mente, diánoia, contiene el elemento racional. Dios no
es solamente objeto del amor, del compromiso, de la voluntad y del sentimiento,
sino también del intelecto, que por tanto no debe ser excluido de este ámbito.
Más aún, es precisamente nuestro pensamiento el que debe conformarse al
pensamiento de Dios. Sin embargo, Jesús añade luego algo que, en verdad, el
doctor de la ley no había pedido: "El segundo es semejante a este:
Amarás a tu prójimo como a ti mismo" (Mt 22, 39). El aspecto sorprendente de la
respuesta de Jesús consiste en el hecho de que establece una relación de
semejanza entre el primer mandamiento y el segundo, al que define también en
esta ocasión con una fórmula bíblica tomada del código levítico de santidad (cf. Lv 19, 18). De esta forma, en la conclusión del pasaje los dos
mandamientos se unen en el papel de principio fundamental en el que se apoya
toda la Revelación bíblica: "De estos dos mandamientos
penden toda la Ley y los Profetas" (Mt 22, 40).
La página evangélica sobre la que estamos meditando subraya que ser
discípulos de Cristo es poner en práctica sus enseñanzas, que se resumen en el
primero y mayor de los mandamientos de la Ley divina, el mandamiento del amor. También la primera Lectura, tomada del libro del Éxodo, insiste en el deber del
amor, un amor
testimoniado concretamente en las relaciones entre las personas: tienen que ser
relaciones de respeto, de colaboración, de ayuda generosa. El prójimo al que
debemos amar es también el forastero, el huérfano, la viuda y el indigente, es
decir, los ciudadanos que no tienen ningún "defensor". El autor
sagrado se detiene en detalles particulares, como en el caso del objeto dado en
prenda por uno de estos pobres (cf. Ex 22, 25-26). En este caso es Dios mismo quien se
hace cargo de la situación de este prójimo.
En la segunda Lectura podemos ver una aplicación concreta del mandamiento supremo del amor en una de las primeras comunidades
cristianas. San Pablo, escribiendo a los Tesalonicenses, les da a entender que,
aunque los conozca desde hace poco, los aprecia y los lleva con cariño en su
corazón. Por este motivo los señala como "modelo para todos los creyentes
de Macedonia y de Acaya" (1 Ts 1, 7). Por supuesto, no faltan debilidades
y dificultades en aquella comunidad fundada hacía poco tiempo, pero el amor
todo lo supera, todo lo renueva, todo lo vence: el amor de quien, consciente de
sus propios límites, sigue dócilmente las palabras de Cristo, divino Maestro,
transmitidas a través de un fiel discípulo suyo. "Vosotros seguisteis
nuestro ejemplo y el del Señor —escribe san Pablo—, acogiendo la Palabra en
medio de grandes pruebas". "Partiendo de vosotros —prosigue el Apóstol—,
ha resonado la Palabra del Señor y vuestra fe en Dios se ha difundido no sólo
en Macedonia y en Acaya, sino por todas partes" (1 Ts 1, 6.8). La lección que sacamos de la experiencia de los Tesalonicenses,
experiencia que en verdad se realiza en toda auténtica comunidad cristiana, es
que el amor al prójimo nace de la escucha dócil de la Palabra
divina. Es un amor
que acepta también pruebas duras por la verdad de la Palabra divina; y
precisamente así crece el amor verdadero y la verdad brilla con todo su esplendor.
¡Qué importante es, por tanto, escuchar la Palabra y encarnarla en la
existencia personal y comunitaria!(...)
Las lecturas que la liturgia ofrece hoy a nuestra meditación nos
recuerdan que la plenitud de la Ley, como la de todas las Escrituras divinas,
es el amor. Por eso, quien cree haber comprendido las Escrituras, o por lo
menos alguna parte de ellas, sin comprometerse a construir, mediante su
inteligencia, el doble amor a Dios y al prójimo, demuestra en realidad que está
todavía lejos de haber captado su sentido profundo. Pero, ¿cómo poner en práctica
este mandamiento?, ¿cómo
vivir el amor a Dios y a los hermanos sin un contacto vivo e intenso con las
Sagradas Escrituras?
El concilio Vaticano II afirma que "los fieles han de tener fácil
acceso a la Sagrada Escritura" (Dei Verbum, 22) para que las personas, cuando
encuentren la verdad, puedan crecer en el amor auténtico. Se trata de un
requisito que hoy es indispensable para la evangelización. Y, ya que el
encuentro con la Escritura a menudo corre el riesgo de no ser "un
hecho" de Iglesia, sino que está expuesto al subjetivismo y a la
arbitrariedad, resulta indispensable una promoción
pastoral intensa y creíble del conocimiento de la Sagrada Escritura, para anunciar,
celebrar y vivir la Palabra en la comunidad cristiana, dialogando con las culturas de
nuestro tiempo, poniéndose al servicio de la verdad y no de las ideologías del
momento e incrementando el diálogo que Dios quiere tener con todos los hombres (cf. ib., 21). Con esta finalidad es preciso
prestar atención especial a la preparación de los pastores, que luego dirigirán
la necesaria acción de difundir la práctica bíblica con los subsidios
oportunos. Es preciso estimular los esfuerzos que se están llevando a cabo para
suscitar el movimiento bíblico entre los laicos, la formación de animadores de
grupos, con especial atención hacia los jóvenes. Debe sostenerse el esfuerzo
por dar a conocer la fe a través de la Palabra de Dios, también a los
"alejados" y especialmente a los que buscan con sinceridad el sentido
de la vida.
Se podrían añadir otras muchas reflexiones, pero me limito, por último,
a destacar que el lugar
privilegiado en el que resuena la Palabra de Dios, que edifica la Iglesia, como se dijo en el Sínodo, es sin duda la liturgia. En la liturgia se pone de manifiesto que la Biblia es el
libro de un pueblo y para un pueblo; una herencia, un testamento entregado
a los lectores, para que actualicen en su vida la historia de la salvación
testimoniada en lo escrito. Existe, por tanto, una relación de recíproca y
vital dependencia entre pueblo y Libro: la Biblia es un Libro vivo con el
pueblo, su sujeto, que lo lee; el pueblo no subsiste sin el Libro, porque en él
encuentra su razón de ser, su vocación, su identidad. Esta mutua dependencia
entre pueblo y Sagrada Escritura se celebra en cada asamblea litúrgica, la
cual, gracias al Espíritu Santo, escucha a Cristo, ya que es él quien habla
cuando en la Iglesia se lee la Escritura y se acoge la alianza que Dios renueva
con su pueblo. Así pues, Escritura y liturgia convergen en el único fin de
llevar al pueblo al diálogo con el Señor y a la obediencia a su voluntad. La
Palabra que sale de la boca de Dios y que testimonian las Escrituras regresa a
él en forma de respuesta orante, de respuesta vivida, de respuesta que brota
del amor (cf.Is 55, 10-11).
Queridos hermanos y hermanas, oremos para
que de la escucha renovada de la Palabra de Dios, bajo la acción del Espíritu
Santo, brote una auténtica renovación de la Iglesia universal en todas las
comunidades cristianas…
María santísima, que ofreció su vida como
"esclava del Señor" para que todo se cumpliera en conformidad con la
divina voluntad (cf.
Lc 1, 38) y que exhortó a hacer todo lo que dijera
Jesús (cf. Jn 2, 5),
nos enseñe a reconocer en nuestra vida el primado de la Palabra, la única que
nos puede dar la salvación. Así sea.
Benedicto XVI, papa emérito
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