AGOSTO: La Iglesia, (VIII)
Ya no es
tan frecuente, como lo era hace unos años, oír, “yo reconozco el valor de Jesucristo y de sus
enseñanzas, pero no creo en la Iglesia”, no obstante, el argumento
encuentra nuevas modalidades en un ambiente multicultural y escéptico. Este planteamiento se retroalimenta del pecado de los
cristianos, de los hijos de la Iglesia
y singularmente del escándalo producido por los pecados de los clérigos o de
los especialmente consagrados a Dios. En este sentido nos impulsa a una
purificación constante y a vivir vigilantes y en oración, para no caer en
tentación. También es cierto que tales ideas sirven muchas veces para una
autoexculpación, enturbiando las aguas para escapar desapercibido de las
propias miserias.
Pero el
punto más débil de tal postura es que si se acepta a Jesús y su doctrina, es
imposible desligar de Él el firme propósito de dar
cumplimiento a los designios del Padre, entre los que ocupa un lugar central
fundar la Iglesia como
pueblo de la Alianza nueva y eterna y signo de la presencia del Reino de Dios ya aquí y ahora.
Como
dice el Catecismo (n. 758):
Para penetrar en el misterio de la Iglesia,
conviene primeramente contemplar su origen dentro del designio de la Santísima
Trinidad y su realización progresiva en la historia.
Vamos a tratar de meditar ahora un poco sobre esta realidad desde la luz del Sacramento del altar, su celebración y su saboreo espiritual.
Iglesia y designio de Dios.
Muchos comentaristas de la Escrituran
señalan ya en el judaísmo que el relato de la creación de Génesis capítulo
primero introduce una diferencia entre el modo de presentar la creación de
todos los seres (dijo Dios…) y
el modo de presentar la creación del ser humano (… hagamos…). Este “plural”, más que puramente mayestático, lo que
indicaría ya una especial voluntad creadora, reforzada por la solemnidad de la
expresión, se interpreta como el fruto de una deliberación de la corte divina, un acto de Dios compartido con
los coros de las “celestiales Cortes”. Los
autores cristianos, a la luz de las enseñanzas evangélicas, vieron sobretodo
una deliberación particular de la Santísima Trinidad.
Si a esto unimos la referencia a una creación a imagen y semejanza del hombre y la mujer,
llamados a la unidad del amor y a la fecundidad familiar, reflejo del Misterio
de Dios, la creación del hombre se presenta como reflejo del ser de Dios: uno
(por ser esencialmente amor) y trino (por distinción de personas). El ser
“social” del hombre no es puramente práctico, en orden a su supervivencia y
bienestar (como en algunos insectos), se trata de una realidad de comunión y de
amor, que, agregando, lejos de disolver la identidad de las personas, hace
posible su vigencia y desarrollo.
Así pues
la Teología católica entiende, en la misma Trinidad y en tal designio creador,
la voluntad de dar origen germinalmente, con el ser humano, a la Iglesia,
como realidad histórica del Reino de Dios, así lo expresa un precioso Prefacio
del actual Misal Romano (La Iglesia
está unificada en la Trinidad, Prefacio dominical Vº para el Tiempo
Ordinario).
El valor de Israel como pueblo de la Promesa.
El
Catecismo nos recuerda (n. 762) que:
La preparación lejana de la reunión del pueblo de
Dios comienza con la vocación de Abraham, a quien Dios promete que llegará a
ser padre de un gran pueblo. La preparación inmediata comienza con la elección
de Israel como pueblo de Dios. Por su elección, Israel debe ser el signo de la
reunión futura de todas las naciones. Pero ya los profetas acusan a Israel de
haber roto la alianza y haberse comportado como una prostituta. Anuncian, pues,
una Alianza nueva y eterna. Jesús instituyó esta nueva alianza.
Pese a las infidelidades de los elegidos, Dios
permanece fiel, espera su conversión para
hacer de ella un signo de la plena realización de sus designios (Catecismo =CEC, n. 674). Además ellos durante los
tiempos anteriores a Cristo no eran “elegidos por exclusión” sino “como
ejemplo” de lo que Dios quería hacer con la entera humanidad.
Dios elige
comunicarse y mantener la esperanza de los seres humanos no aisladamente, sino
formando una convocatoria, una asamblea estructurada (sinagoga), un pueblo, una iglesia.
La dilatación del Pueblo de las promesas hasta horizontes universales es ya
evidentemente una orientación hacia la Iglesia y el Reino escatológico. No en
vano la Liturgia cristiana echa sus raíces en numerosas instituciones cultuales
del Judaísmo a las que Jesús da un nuevo impulso abriéndolas, en relación con
su ministerio mesiánico, a una realización plena: así la Liturgia de la Palabra cristiana pone su base
en la interpretación de la Ley y de los Profetas y Salmos hecha por Cristo y
por las homilías apostólicas. La Liturgia Eucarística tomará como base los
elementos y gestos principales de la Cena Pascual judía, tal y como Jesús los
reinterpretó en su última cena con los apóstoles.
El ritmo de oración continuada con que Israel se dirigía a Dios a través de las horas o momentos de oración, estará
en la base de la Liturgia de las Horas de los cristianos (Vid. CEC n. 1096).
La Iglesia instituida por Cristo y manifestada por
el Espíritu.
La
predicación de Jesús, dirigida al pueblo de Israel, llamando a la conversión,
así como el envío de sus apóstoles a predicar esta conversión, empezando por
Jerusalén, pero llegando hasta los confines del mundo, indica con claridad un
deseo de salvación del Padre que abarca a todo el género humano. Tal salvación,
abierta a todos, devuelve a los seres humanos a la armonía esencial con
Dios, pero también entre los hermanos, en el seno de la familia y en la
Sociedad. Tiene en cada paso y gesto de Jesús una voluntad de instaurar una
nueva etapa o modo de ser y de presentarse del pueblo de Dios, como sucedió con
la Salida de Egipto y la Alianza en el Monte santo.
Los “doce” son la nueva versión de las
tribus que forman el Pueblo judío y nacen de Jacob. Jesús se hace “padre” para
que los “doce” formen un Pueblo Definitivo. El
mandato de “id y bautizadlos”, así como el “haced esto en memoria mía” tienen
la firme intención de perpetuar, hasta el fin de los tiempos su venida
salvadora, por medio de un pueblo estructurado y con una misión universal y
trascendente.
El milagro de Pentecostés no sólo da cumplimiento a
antiguas profecías sino que también pone de
manifiesto que el Espíritu que capacitó e impulsó la vida del Verbo encarnado,
ahora fecunda a su esposa la Iglesia, su cuerpo, y lo capacita para presentarse
como un sacramento de Cristo en orden a la realización plena de su obra.
Cada Eucaristía con su ritmo progresivo
para manifestar la presencia
salvífica, Palabra-Sacramento, Presentación-Confección del Sacramento,
Sacrificio-comunión, está mostrando la gradual recapitulación de todo en Cristo y, al mismo tiempo
que la hace cumplimiento, la convierte en envío misionero, que la impulsa. No en vano comenzamos la Misa con una colecta (oración inicial que nos
aúna) y la terminamos con un envío misionero (“Ite, missa est”).
Preguntas para el diálogo y la meditación.
■ ¿Tratas de ser testigo fiel, con tu testimonio, de
que la Iglesia es querida por Dios para la salvación de los hombres?
■ ¿Tu modo de participar en las celebraciones de la
Iglesia manifiesta tu convicción de que la Iglesia comunidad es un hecho
querido por Dios?
■ ¿Tomas en serio en tus tiempos de adoración la
permanente voluntad de Dios sobre la Iglesia? ¿le das gracias por pertenecer a
ella? ¿rezas por el pueblo de Israel? ¿dejas que en la adoración el Espíritu te
lleve a sentir cada vez más con la Iglesia y a participar en su misión desde tu
vida ordinaria y tu estado de vida? ¿estás disponible para lo que la Iglesia te
pida?
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