"Hoy en la ciudad de David, os ha
nacido un Salvador: el Mesías, el Señor" (Lc 2,11). Este anuncio que escucharon los pastores en la
primera Nochebuena conserva inalterado su frescor veinte siglos después. Es
para ellos, los pastores, para nosotros y para el mundo entero. Es un anuncio
de esperanza que el ángel de la Navidad nos repite un año más.
Pero yo me pregunto: ¿Tiene todavía sentido un Salvador para el hombre del tercer milenio?
¿Es necesario un Salvador para el hombre que ha alcanzado la luna, que ha
vencido múltiples enfermedades, el hombre autosuficiente que, gracias a las
nuevas tecnologías de la comunicación, ha convertido la tierra en una aldea
global?
Los éxitos de la humanidad son reales,
pero no del todo. En este tiempo de consumismo desenfrenado en el primer mundo,
en el submundo de los países del sur mil quinientos millones de hombres y
mujeres padecen hambre y sed y viven cercados por la enfermedad, el
analfabetismo y la pobreza. Otros son esclavizados, explotados y ofendidos en
su dignidad, discriminados o perseguidos por razones políticas o religiosas. En esta hora se multiplican las acciones
terroristas, el aborto y crece el drama de los inmigrantes y refugiados en una
época en la que se nos llena la boca hablando de progreso, paz y solidaridad.
En nuestro mundo, y entre nosotros, son millones los hombres y mujeres que no
tienen trabajo, mientras crece el número de jóvenes desesperanzados sumidos en
el nihilismo y el hastío, a veces esclavizados por el alcohol o las drogas.
En medio de este claroscuro, en el que
puede dar la sensación de que el mal supera al bien, la Iglesia nos anuncia de nuevo esta magnífica noticia: que la Palabra
se ha hecho carne, y ha acampado
entre nosotros (Jn 1,14), que ha
aparecido en nuestro mundo "la luz verdadera, que alumbra a todo
hombre" (Jn 1, 9), que “ha
aparecido la gracia de Dios, que trae la
salvación para todos los hombres” (Tit 2,11). En esta
Navidad, Cristo viene de nuevo a los suyos y a quienes lo acogen les da
"poder de ser hijos de Dios".
Por ello, cantamos al Señor un cántico
nuevo, tocamos para Él la cítara y le vitoreamos con clarines y al son de
trompetas. No es para menos, puesto que a pesar de tantos signos de progreso,
los hombres y mujeres de hoy experimentamos la soledad y la angustia, el dolor
físico o moral, la enfermedad y la muerte. Por ello, necesitamos más que nunca
un Salvador, el único Salvador, enviado por el Padre de las misericordias que
permite el sacrificio de su Hijo unigénito para salvar también al hombre de
hoy.
La mayor
parte de nuestros contemporáneos viven lejos de Jesucristo. Les ocupan sus
trabajos, intereses y negocios. Tal vez también nosotros vivimos en el enredo
de nuestros pensamientos y compromisos. Salgamos de una vez de la espiral de
nuestro atolondramiento. Marchemos a Belén, hacia ese Dios que se hace Niño y
sale a nuestro encuentro en esta Navidad para hacernos partícipes de su
plenitud, para ofrecernos la salvación y la gracia, para compartir con nosotros
su vida divina. Acojámosle en nuestro corazón y en nuestra vida. Es un Dios que
nos ofrece su salvación, que nos ama
hasta el extremo, que quiere tener una relación cálida con nosotros, que espera nuestro amor y que en esta
Navidad quiere que le abramos de par en par las puertas de nuestros corazones y
de nuestras vidas, para salvarlas, para dignificarlas, para llenarlas de
plenitud y sentido, para hacernos experimentar la verdadera alegría de la
Navidad, que no radica en los regalos, el consumismo o el derroche de estos
días. Nace de la conciencia pura y del encuentro con el Señor y la amistad con
Él.
“Nos ha nacido el Salvador, el Mesías, el
Señor" (Lc 2,11). Esta es la
buena noticia que debemos transmitir a nuestros familiares y amigos, como lo
hicieron los ángeles con los pastores, como lo hicieron estos con todos los
que encontraban a su paso, al tiempo "que daban gloria y alabanza a Dios
por lo que habían visto y oído" (Lc 2,19). Por
ello, la Navidad es también una llamada al compromiso evangelizador, a
transmitir a los demás la buena noticia del amor de Dios, ese amor inaudito,
incondicional, gratuito y misericordioso que hemos encontrado en Jesucristo.
"Cristo
ha nacido para nosotros, venid, a adorarlo", nos grita la liturgia de
estos días. Que busquemos ratos largos de adoración y de oración contemplativa.
Que admiremos y agradezcamos el prodigio, el misterio del Emmanuel, el Dios con
nosotros.
Que esta Navidad nos haga a todos testigos
del amor de Dios, de la esperanza, y la alegría que anunciaron los ángeles en
la primera Nochebuena y que yo deseo a todos los fieles de la Archidiócesis.
Para todos le pido la gracia y la paz que el Señor ha traído al mundo con su
nacimiento.
+ Juan José Asenjo
Pelegrina - Arzobispo de Sevilla
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