« EL GRANO DE TRIGO
MUERE Y DA MUCHO FRUTO…»
Queridos hermanos y hermanas:
En el
pasaje evangélico de hoy, san Juan refiere un episodio que aconteció en la
última fase de la vida pública de Cristo, en la inminencia de la Pascua judía,
que sería su Pascua de muerte y resurrección. Narra el evangelista que,
mientras se encontraba en Jerusalén, algunos griegos, prosélitos del judaísmo,
por curiosidad y atraídos por lo que Jesús estaba haciendo, se acercaron a
Felipe, uno de los Doce, que tenía un nombre griego y procedía de Galilea.
"Señor —le dijeron—, queremos ver a Jesús" (Jn 12, 21). Felipe, a su vez, llamó a Andrés, uno de
los primeros apóstoles, muy cercano al Señor, y que también tenía un nombre
griego; y ambos "fueron a decírselo a Jesús" (Jn
12, 22).
En
la petición de estos griegos anónimos podemos descubrir la sed de ver y conocer
a Cristo que experimenta el corazón de todo hombre. Y la respuesta de Jesús nos orienta al
misterio de la Pascua,
manifestación gloriosa de su misión salvífica. "Ha llegado la hora de que
sea glorificado el Hijo del hombre" (Jn 12, 23). Sí, está a punto de llegar la hora de la
glorificación del Hijo del hombre, pero esto conllevará el paso doloroso por la
pasión y la muerte en cruz. De hecho, sólo así se realizará el plan divino de la
salvación, que es judío y pagano, pues todos están invitados a formar parte del único
pueblo de la alianza nueva y definitiva.
A esta luz
comprendemos también la solemne proclamación con la que se concluye el pasaje
evangélico: "Yo, cuando sea levantado de la
tierra, atraeré a todos hacia mí" (Jn 12, 32), así como el comentario del Evangelista:
"Decía esto para significar de qué muerte iba a morir" (Jn
12, 33). La cruz: la altura del
amor es la altura de Jesús, y a esta altura nos atrae a todos.
Muy
oportunamente la liturgia nos hace meditar este texto del evangelio de san Juan
en este quinto domingo de Cuaresma, mientras se acercan los días de la Pasión
del Señor, en la que nos sumergiremos espiritualmente desde el próximo domingo,
llamado precisamente domingo de Ramos y de la Pasión del Señor. Es como si la
Iglesia nos estimulara a compartir el estado de ánimo de Jesús, queriéndonos
preparar para revivir el misterio de su crucifixión, muerte y resurrección, no
como espectadores extraños, sino como protagonistas juntamente con él,
implicados en su misterio de cruz y resurrección. De hecho, donde está Cristo, allí deben
encontrarse también sus discípulos, que están llamados a seguirlo, a solidarizarse con él en el momento del
combate, para ser asimismo partícipes de su victoria.
El Señor
mismo nos explica cómo podemos asociarnos a su misión. Hablando de su muerte gloriosa ya
cercana, utiliza una imagen sencilla y a la vez sugestiva: "Si
el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere, da
mucho fruto" (Jn
12, 24). Se compara a sí mismo
con un "grano de trigo deshecho, para dar a todos mucho fruto", como
dice de forma eficaz san Atanasio. Y sólo mediante la muerte, mediante la cruz,
Cristo da mucho fruto para todos los siglos. De hecho, no bastaba que el Hijo
de Dios se hubiera encarnado. Para llevar a cabo el plan divino de la salvación
universal era necesario que muriera y fuera sepultado: sólo así toda la
realidad humana sería aceptada y, mediante su muerte y resurrección, se
haría manifiesto el triunfo de la Vida, el triunfo del Amor; así se demostraría que el amor es más
fuerte que la muerte.
Con
todo, el hombre Jesús,
que era un hombre verdadero, con nuestros mismos sentimientos, sentía
el peso de la prueba y la amarga tristeza por el trágico fin que le esperaba. Precisamente por ser hombre-Dios,
experimentaba con mayor fuerza el terror frente al abismo del pecado humano y a
cuánto hay de sucio en la humanidad, que él debía llevar consigo y consumar en
el fuego de su amor. Todo esto él lo debía llevar consigo y transformar en su
amor. "Ahora —confiesa— mi alma está turbada. Y ¿qué voy a decir? ¿Padre,
líbrame de esta hora?" (Jn 12, 27). Le asalta la tentación de pedir:
"Sálvame, no
permitas la cruz, dame la vida". En esta apremiante invocación percibimos
una anticipación de la conmovedora oración de Getsemaní, cuando, al experimentar el drama de la
soledad y el miedo, implorará al Padre que aleje de él el cáliz de la pasión. Sin
embargo, al mismo tiempo, mantiene su adhesión filial al plan divino, porque sabe que precisamente para eso ha
llegado a esta hora, y con confianza ora: "Padre, glorifica tu nombre" (Jn12, 28). Con esto quiere decir: "Acepto la cruz", en la que
se glorifica el nombre de Dios, es decir, la grandeza de su amor. También aquí
Jesús anticipa las palabras del Monte de los Olivos: "No
se haga mi voluntad, sino la tuya" (Lc 22, 42). Transforma su voluntad humana y la
identifica con la de Dios. Este es el gran acontecimiento del Monte de los
Olivos, el itinerario que deberíamos seguir fundamentalmente en todas nuestras
oraciones: transformar, dejar que la gracia transforme nuestra voluntad egoísta
y la impulse a uniformarse a la voluntad divina…
Queridos
hermanos y hermanas, este es el camino exigente de la cruz que
Jesús indica a todos sus discípulos. En diversas ocasiones dijo: "Si alguno me quiere
servir, sígame". No hay alternativa para el cristiano que quiera realizar
su vocación.
Es la
"ley" de la cruz descrita con la imagen del grano de trigo que muere
para germinar a una nueva vida; es la "lógica" de la cruz de la que
nos habla también el pasaje evangélico de hoy: "El que ama su vida, la
pierde; y el que odia su vida en este mundo, la guardará para la vida
eterna" (Jn 12, 25). "Odiar" la propia vida es una
expresión semítica fuerte y
encierra una paradoja; subraya muy bien la totalidad radical que debe caracterizar
a quien sigue a Cristo y, por su amor, se pone al servicio de los hermanos: pierde la vida y así la encuentra. No
existe otro camino para experimentar la alegría y la verdadera fecundidad del
Amor: el camino de darse, entregarse, perderse para encontrarse….
Como
exhortaba san Agustín en
una homilía pascual, "Cristo padeció; muramos al pecado.
Cristo resucitó; vivamos para Dios. Cristo pasó de este mundo al Padre; que no se apegue
aquí nuestro corazón, sino que lo siga en las cosas de arriba. Nuestro jefe fue
colgado de un madero; crucifiquemos la concupiscencia de la carne. Yació en el
sepulcro; sepultados con él, olvidemos las cosas pasadas. Está
sentado en el cielo; traslademos nuestros deseos a las cosas supremas" (Discurso 229, D, 1).
Oremos para
que todos aquellos con quienes nos encontremos perciban siempre en nuestros
gestos y en nuestras palabras la bondad pacificadora y consoladora de su Rostro.
Benedicto XVI, pp emérito
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