“BENDITO EL QUE VIENE EN NOMBRE DEL
SEÑOR…”
"Benedictus,
qui venit in nomine Domini..." (Mt21, 9;
cf. Sal 118, 26).
Al escuchar estas palabras, llega hasta
nosotros el eco del entusiasmo con el que los habitantes de Jerusalén acogieron a
Jesús para la fiesta de la Pascua. Las volvemos a escuchar cada vez que durante
la misa cantamos el Sanctus. Después de decir: "Pleni sunt coeli et terra gloria
tua", añadimos: "Benedictus qui venit in nomine
Domini. Hosanna in excelsis".
En este
himno, cuya primera parte está tomada del profeta Isaías (cf.
Is 6, 3), se
exalta a Dios "tres veces santo". Se prosigue, luego, en la segunda, expresando la
alegría y la acción de gracias de la asamblea por el cumplimiento de las
promesas mesiánicas: "Bendito el que viene en nombre del Señor. ¡Hosanna
en el cielo!".
Nuestro
pensamiento va, naturalmente, al pueblo de la Alianza, que, durante siglos y
generaciones, vivió a la espera del Mesías. Algunos creyeron ver en Juan
Bautista a aquel en quien se cumplían las promesas. Pero, como sabemos, a la
pregunta explícita sobre su posible identidad mesiánica, el Precursor respondió
con una clara negación, remitiendo a Jesús a cuantos le preguntaban.
El
convencimiento de que los tiempos mesiánicos ya habían llegado fue creciendo en
el pueblo, primero por el
testimonio del Bautista y después gracias a las palabras y a los signos
realizados por Jesús y, de modo especial, a causa de la resurrección de Lázaro,
que se produjo algunos días antes de la entrada en Jerusalén, de la que habla
el evangelio de hoy. Por eso la muchedumbre, cuando Jesús llega a la ciudad montado
en un asno, lo acoge con una explosión de alegría:
"Bendito el que viene en nombre del Señor.
¡Hosanna en el cielo!"
Los
ritos del domingo de Ramos reflejan el júbilo del pueblo que espera al Mesías, pero,
al mismo tiempo,
se caracterizan como liturgia "de pasión" en sentido pleno. En
efecto, nos abren la perspectiva del drama ya inminente, que acabamos de revivir en la narración
del evangelista san Marcos. También las otras lecturas nos introducen en el
misterio de la pasión y muerte del Señor. Las palabras del profeta Isaías, a quien
algunos consideran casi como un evangelista de la antigua Alianza, nos
presentan la imagen de un condenado flagelado y abofeteado (cf.
Is 50, 6).
El estribillo del Salmo responsorial: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has
abandonado?",
nos permite contemplar la agonía de Jesús en la cruz (cf.
Mc 15, 34). Sin embargo, el apóstol san
Pablo, en la segunda lectura, nos introduce en el análisis más profundo del
misterio pascual: Jesús,
"a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios;
al contrario, se despojó de su rango, y tomó la condición de esclavo, pasando
por uno de tantos. Y así, actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta
someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz" (Flp
2, 6-8).
En la austera liturgia del Viernes Santo volveremos a escuchar estas
palabras, que prosiguen así: "Por
eso Dios lo exaltó sobre todo, y le concedió el nombre que está sobre todo
nombre; de modo que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la
tierra y en el abismo, y toda lengua proclame: ¡Jesucristo es Señor!, para
gloria de Dios Padre" (Flp 2, 9-11).
La humillación y la exaltación: esta es la clave para comprender el
misterio pascual;
ésta es la clave para penetrar en la admirable economía de Dios, que se realiza
en los acontecimientos de la Pascua… “Por nosotros Cristo se hizo obediente
hasta la muerte, y una muerte de cruz. Por eso Dios lo exaltó”. ¡Qué cercanas a nuestra existencia están
estas palabras!
…Cristo, con
su entrada en Jerusalén, comienza el camino de amor y de dolor de la cruz.
Contempladlo con renovado impulso de fe. ¡Seguidlo! Él no promete una felicidad
ilusoria; al contrario, para que
logréis la auténtica madurez humana y espiritual, os invita a seguir su ejemplo exigente,
haciendo vuestras sus comprometedoras elecciones.
María, la
fiel discípula del Señor, os acompañe en este itinerario de conversión y
progresiva intimidad con su Hijo divino, quien, “se hizo carne y habitó entre
nosotros” (Jn 1, 14). Jesús se hizo pobre para enriquecernos con su
pobreza, y cargó con nuestras culpas para redimirnos con su sangre derramada en
la cruz. Sí, por nosotros Cristo se hizo obediente hasta la muerte, y una
muerte de cruz.
“¡Gloria y alabanza a ti, oh Cristo!”.
San Juan Pablo II, pp
No hay comentarios:
Publicar un comentario