Queridos hermanos y
hermanas:
Este
IV domingo de Cuaresma, tradicionalmente designado como "domingo
Laetare", está impregnado de una alegría que, en cierta medida, atenúa el
clima penitencial de este tiempo santo...
Pensar
en Dios da alegría. Surge espontáneamente la pregunta: pero ¿cuál es el motivo por el que debemos
alegrarnos? Desde luego, un motivo es la cercanía de la Pascua,
cuya previsión nos hace gustar anticipadamente la alegría del encuentro con
Cristo resucitado. Pero
la razón más profunda está en el mensaje de las lecturas bíblicas que la
liturgia nos propone hoy y que acabamos de escuchar. Nos
recuerdan que, a pesar de nuestra indignidad, somos los destinatarios de la
misericordia infinita de Dios. Dios nos ama de un modo que podríamos llamar
"obstinado", y nos envuelve con su inagotable ternura. Esto es lo que
resalta ya en la primera lectura,
tomada del libro de las Crónicas del Antiguo Testamento (cf. 2 Cr 36, 14-16. 19-23):
el autor sagrado propone una interpretación sintética y significativa de la
historia del pueblo elegido, que experimenta el castigo de Dios como
consecuencia de su comportamiento rebelde: el templo es destruido y el pueblo,
en el exilio, ya no tiene una tierra; realmente parece que Dios se ha olvidado
de él. Pero luego ve que a través de los castigos Dios tiene un plan de
misericordia. Como hemos dicho, la destrucción de la ciudad santa y del templo,
y el exilio, tocarán el corazón del pueblo y harán que vuelva a su Dios para
conocerlo más a fondo. Y entonces el Señor, demostrando el primado absoluto de
su iniciativa sobre cualquier esfuerzo puramente humano, se servirá de un
pagano, Ciro, rey de Persia, para liberar a Israel. En
el texto que hemos escuchado, la
ira y la misericordia del Señor se confrontan en una secuencia dramática, pero
al final triunfa el amor, porque Dios es amor.
¿Cómo no recoger, del recuerdo de aquellos hechos lejanos, el mensaje válido
para todos los tiempos, incluido el nuestro? Pensando en los siglos pasados
podemos ver cómo Dios sigue amándonos incluso a través de los castigos. Los
designios de Dios, también cuando pasan por la prueba y el castigo, se orientan
siempre a un final de misericordia y de perdón.
Eso
mismo nos lo ha confirmado, en la
segunda lectura, el apóstol san
Pablo, recordándonos que "Dios, rico en misericordia,
por el gran amor con que nos amó, estando nosotros muertos por los pecados, nos
ha hecho vivir con Cristo" (Ef
2, 4- 5). Para
expresar esta realidad de salvación, el Apóstol, además del término
"misericordia", eleos, utiliza también la palabra "amor",
agape, recogida y amplificada ulteriormente en la bellísima
afirmación que hemos escuchado en la
página evangélica: "Tanto
amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que no perezca ninguno de
los que creen en él, sino que tengan vida eterna" (Jn 3, 16).
Sabemos que esa "entrega" por parte del Padre tuvo un desenlace
dramático: llegó hasta el sacrificio de su Hijo en la cruz. Si toda la misión
histórica de Jesús es signo elocuente del amor de Dios, lo es de modo muy
singular su muerte, en la que se manifestó plenamente la ternura redentora de
Dios. Por consiguiente, siempre, pero especialmente en este tiempo cuaresmal, la
cruz debe estar en el centro de nuestra meditación; en ella contemplamos la
gloria del Señor que resplandece en el cuerpo martirizado de Jesús.
Precisamente en esta entrega total de sí se manifiesta la grandeza de Dios, que
es amor. Todo cristiano está
llamado a comprender, vivir y testimoniar con su existencia la gloria del
Crucificado. La cruz —la entrega de sí mismo del Hijo
de Dios— es, en definitiva, el "signo" por excelencia que se nos ha
dado para comprender la verdad del hombre y la verdad de Dios: todos hemos sido
creados y redimidos por un Dios que por amor inmoló a su Hijo único. Por eso,
como escribí en la encíclica Deus caritas est, en
la cruz "se realiza ese ponerse Dios contra sí mismo, al entregarse para
dar nueva vida al hombre y salvarlo: esto es amor en su forma
más radical" (n.
12).
¿Cómo responder a este amor radical del
Señor? El evangelio nos presenta a un personaje de nombre Nicodemo, miembro
del Sanedrín de Jerusalén, que de noche va a buscar a Jesús. Se trata de un
hombre de bien, atraído por las palabras y el ejemplo del Señor, pero que tiene
miedo de los demás, duda en dar el salto de la fe. Siente la fascinación de
este Rabbí, tan diferente de los demás, pero no logra superar los
condicionamientos del ambiente contrario a Jesús y titubea en el umbral de la
fe. ¡Cuántos, también en nuestro tiempo, buscan a Dios, buscan a Jesús y a su
Iglesia, buscan la misericordia divina, y esperan un "signo" que
toque su mente y su corazón! Hoy, como entonces, el evangelista nos recuerda
que el único "signo" es Jesús elevado en la cruz: Jesús muerto y
resucitado es el signo absolutamente suficiente. En él podemos comprender la
verdad de la vida y obtener la salvación. Este es el anuncio central de la
Iglesia, que no cambia a lo largo de los siglos. Por tanto, la fe cristiana no
es ideología, sino encuentro personal con Cristo crucificado y resucitado. De
esta experiencia, que es individual y comunitaria, surge un nuevo modo de
pensar y de actuar: como testimonian los santos, nace una existencia marcada
por el amor…
Comprender y acoger el amor misericordioso de Dios:
que este sea vuestro compromiso sobre todo en
el seno de las familias y también en todos los ámbitos del barrio… amor que es el verdadero secreto de la
alegría cristiana, a
la que nos invita este domingo, domingo Laetare.
Dirigiendo la mirada a María, "Madre de la santa alegría", pidámosle
que nos ayude a profundizar las razones de nuestra fe, para que, como nos
exhorta la liturgia hoy, renovados en el espíritu y con corazón alegre
correspondamos al amor eterno e infinito de Dios.
Benedicto XVI, pp emérito
No hay comentarios:
Publicar un comentario