Queridos hermanos y
hermanas:
El evangelio de Marcos comienza con un
episodio muy simpático, muy hermoso, pero también lleno de significado. El
Señor va a casa de Simón Pedro y Andrés, y encuentra enferma con fiebre a la
suegra de Pedro; la toma de la mano, la levanta y la mujer se cura y se pone a
servir. En este episodio
aparece simbólicamente toda la misión de Jesús.
Jesús, viniendo del Padre, llega a la casa de la humanidad, a nuestra tierra, y
encuentra una humanidad enferma, enferma de fiebre, de la fiebre de las ideologías,
las idolatrías, el olvido de Dios. El
Señor nos da su mano, nos levanta y nos cura. Y lo hace en
todos los siglos; nos toma de la mano con su palabra, y así disipa la niebla de
las ideologías, de las idolatrías. Nos toma de la mano en los sacramentos, nos
cura de la fiebre de nuestras pasiones y de nuestros pecados mediante la
absolución en el sacramento de la Reconciliación. Nos da la capacidad de
levantarnos, de estar de pie delante de Dios y delante de los hombres. Y
precisamente con este contenido de la liturgia dominical el Señor se encuentra
con nosotros, nos toma de la mano, nos levanta y nos cura siempre de nuevo con
el don de su palabra, con el don de sí mismo. Pero también la segunda parte de
este episodio es importante; esta mujer, recién curada, se pone a servirlos,
dice el evangelio. Inmediatamente comienza a trabajar, a estar a disposición de
los demás, y así se convierte en representación de tantas buenas mujeres,
madres, abuelas, mujeres de diversas profesiones, que están disponibles, se
levantan y sirven, y son el alma de la familia, el alma de la parroquia…
Volvamos al evangelio: Jesús duerme en
casa de Pedro, pero a primeras horas de la mañana, cuando todavía reina la
oscuridad, se levanta, sale, busca un lugar desierto y se pone a orar.
Aquí aparece el verdadero centro del misterio de Jesús. Jesús está en coloquio con el Padre y
eleva su alma humana en comunión con la persona del Hijo, de modo que la
humanidad del Hijo, unida a él, habla en
el diálogo trinitario con el Padre; y así hace posible también para nosotros la
verdadera oración. En la liturgia, Jesús ora con nosotros,
nosotros oramos con Jesús, y así entramos en contacto real con Dios, entramos
en el misterio del amor eterno de la santísima Trinidad. Jesús habla con el
Padre; esta es la fuente y el centro de todas las actividades de Jesús; vemos
cómo su predicación, las curaciones, los milagros y, por último, la Pasión
salen de este centro, de su ser con el Padre. Y
así este evangelio nos enseña el centro de la fe y de nuestra vida,
es decir, la primacía de Dios. Donde no
hay Dios, tampoco se respeta al hombre. Sólo si el esplendor de Dios se refleja
en el rostro del hombre, el hombre, imagen de Dios, está protegido con una
dignidad que luego nadie puede violar. La
primacía de Dios.
Las tres primeras peticiones del
"Padre nuestro" se refieren precisamente a esta primacía de Dios:
pedimos que sea santificado el nombre de Dios; que el respeto del misterio
divino sea vivo y anime toda nuestra vida; que "venga el reino de
Dios" y "se haga su voluntad" son las dos caras diferentes de la
misma medalla; donde se hace la voluntad de Dios, es ya el cielo, comienza
también en la tierra algo del cielo, y
donde se hace la voluntad de Dios está presente el reino de Dios;
porque el reino de Dios no es una serie de cosas; el reino de Dios es la presencia de Dios, la unión del
hombre con Dios. Y Dios quiere guiarnos a este objetivo. El centro de su
anuncio es el reino de Dios, o sea, Dios como fuente y centro de nuestra vida,
y nos dice: sólo Dios es la redención del hombre. Y la historia del siglo
pasado nos muestra cómo en los Estados donde se suprimió a Dios, no sólo se
destruyó la economía, sino que se destruyeron sobre todo las almas. Las
destrucciones morales, las destrucciones de la dignidad del hombre son las
destrucciones fundamentales, y la renovación sólo puede venir de la vuelta a
Dios, o sea, del reconocimiento de la centralidad de Dios…
El texto evangélico, con su continuación,
confirma esto con fuerza. Los Apóstoles dicen a Jesús: vuelve, todos te buscan.
Y él dice: no, debo ir a las otras aldeas para anunciar a Dios y expulsar los
demonios, las fuerzas del mal; para eso he venido. Jesús no vino —el texto
griego dice: "salí
del Padre"— para traer las comodidades de la vida, sino
para traer la condición fundamental de nuestra dignidad, para traernos el
anuncio de Dios, la presencia de Dios, y para vencer así a las fuerzas del mal.
Con gran claridad nos indica esta prioridad: no he venido para curar —aunque lo
hago, pero como signo—; he venido
para reconciliaros con Dios…
Se presenta hoy como "signo de
contradicción" con respecto a la mentalidad dominante.
En efecto, constatamos que, a pesar de que existe en general una amplia
convergencia sobre el valor de la vida, cuando se llega a este punto —es decir,
si se puede, o no, disponer de la vida—, dos mentalidades se oponen de manera
irreconciliable. De una forma más sencilla podríamos decir: la primera de esas dos mentalidades
considera que la vida humana está en las manos del hombre; la segunda
reconoce que está en
las manos de Dios. La cultura moderna ha enfatizado
legítimamente la autonomía del hombre y de las realidades terrenas,
desarrollando así una perspectiva propia del cristianismo, la de la encarnación
de Dios. Pero, como afirmó claramente el concilio Vaticano II, si esta
autonomía lleva a pensar que "las cosas creadas no dependen de Dios y que
el hombre puede utilizarlas sin referirlas al Creador", entonces se
origina un profundo desequilibrio, porque "sin el Creador la criatura se
diluye" (Gaudium et spes, 36). Es significativo que el documento
conciliar, en el pasaje citado, afirme que esta capacidad de reconocer la voz y
la manifestación de Dios en la belleza de la creación es propia de todos los
creyentes, independientemente de la religión a la que pertenezcan. Podemos
concluir que el pleno respeto de la vida está vinculado al sentido religioso, a
la actitud interior con la que el hombre afronta la realidad, actitud de dueño
o de custodio. Por lo demás, la palabra "respeto" deriva del verbo
latino respicere (mirar), e indica un modo de mirar las cosas y las personas
que lleva a reconocer su realidad, a no apropiarse de ellas, sino a tratarlas
con consideración, con cuidado. En
definitiva, si se quita a las criaturas su referencia a Dios, como fundamento
trascendente, corren el riesgo de quedar a merced del arbitrio del hombre,
que, como vemos, puede hacer un uso indebido de ellas.
Benedicto XVI, pp emérito
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