¡CALLATE Y SAL DE ÉL!
Queridos
hermanos y hermanas:
Este
año, en las celebraciones dominicales, la liturgia propone a nuestra meditación
el evangelio de san Marcos, una de cuyas características es el así llamado "secreto mesiánico", es
decir, el hecho de que Jesús
no quiere que por el momento se sepa, fuera del grupo
restringido de sus discípulos, que
él es el Cristo, el Hijo de Dios. Por eso, en varias
ocasiones, tanto
a los Apóstoles como a los enfermos que cura, les advierte de que no revelen a
nadie su identidad. Por ejemplo, el pasaje evangélico de este
domingo (Mc 1, 21-28)
habla de un hombre poseído por el demonio, que repentinamente se pone a gritar:
"¿Qué quieres de nosotros, Jesús Nazareno? ¿Has venido a acabar con
nosotros? Sé quién eres: el Santo de Dios". Y Jesús le ordena:
"Cállate y sal de él". E inmediatamente —constata el evangelista— el
espíritu maligno, con gritos desgarradores, salió de aquel hombre. Jesús no
sólo expulsa los demonios de las personas, liberándolas de la peor esclavitud,
sino que también impide a
los demonios mismos que revelen su identidad. E insiste en este
"secreto", porque está en juego el éxito de su misma misión, de la
que depende nuestra salvación. En efecto, sabe que para liberar a la humanidad
del dominio del pecado deberá ser sacrificado en la cruz como verdadero Cordero
pascual. El diablo, por su parte, trata
de distraerlo para desviarlo, en cambio, hacia la lógica humana de un Mesías
poderoso y lleno de éxito. La cruz de Cristo será la ruina del demonio; y por
eso Jesús no deja de enseñar a sus discípulos que, para entrar en su gloria,
debe padecer mucho, ser rechazado, condenado y crucificado (cf. Lc 24, 26),
pues el sufrimiento forma parte integrante de su misión. Jesús sufre y muere en
la cruz por amor. De este modo, bien considerado, ha dado sentido a nuestro sufrimiento,
un sentido que muchos hombres y mujeres de todas las épocas han comprendido y
hecho suyo, experimentando profunda serenidad incluso en la amargura de duras
pruebas físicas y morales…
Estemos seguros de que ninguna lágrima, ni
de quien sufre ni de quien está a su lado, se pierde delante de Dios. La Virgen María guardó en su corazón
de madre el secreto de su Hijo y compartió con él la hora
dolorosa de la pasión y la crucifixión, sostenida por la esperanza de la
resurrección. A ella le encomendamos a las personas que sufren y a quienes se
esfuerzan cada día por sostenerlas, sirviendo a la vida en cada una de sus
fases: padres, profesionales de la salud, sacerdotes, religiosos,
investigadores, voluntarios y muchos otros más. Oramos por todos.
Benedicto XVI, pp
emérito
No hay comentarios:
Publicar un comentario