MAYO
2021
«Dios
es amor, y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él» (1
Jn 4, 16).
«Dios es
amor»: es la definición más luminosa de Dios, que aparece en la Escritura solo
dos veces, y precisamente en este texto: una carta -o quizá una exhortación-
que resuena en el cuarto Evangelio. De hecho, el autor es un discípulo que
testimonia la tradición espiritual del apóstol Juan. Escribe a una comunidad
cristiana del siglo I que, desgraciadamente, estaba pasando por una de las
pruebas más dolorosas: la discordia, la división, tanto en el plano de la fe
como del testimonio.
Dios es amor. Él vive en sí mismo la plenitud de la comunión como
Trinidad, y rebosa este amor sobre sus criaturas. A cuantos lo acogen, les da el poder de
convertirse en hijos suyos (cf. Jn 1, 12; 1 Jn 3, 1), con su mismo ADN, capaces de amar. Y su amor es gratuito, libera de todo temor y
vacilación (cf. 1 Jn 4,
18).
Luego,
para que se realice la promesa de la comunión recíproca -nosotros en Dios y Dios en nosotros- hace falta «permanecer» en este mismo amor activo,
dinámico, creativo. Por eso los discípulos de Jesús están llamados a amarse
unos a otros, a dar la vida, a compartir sus bienes con cualquiera que lo
necesite. Con este amor la comunidad permanece unida, profética y fiel.
Es un
anuncio fuerte y claro también hoy para nosotros, que a veces nos sentimos arrollados por eventos imprevisibles y
difíciles de controlar, como la pandemia u otras tragedias personales o colectivas. Nos sentimos perdidos y asustados, y
es fuerte la tentación de cerrarnos en nosotros mismos y levantar muros para
protegernos de quienes parecen amenazar nuestra seguridad, en lugar de
construir puentes para encontrarnos.
¿Cómo es posible continuar creyendo en el amor de Dios en estas circunstancias? ¿Es posible seguir amando? Josiane, libanesa, estaba lejos de su país cuando se enteró de la terrible explosión en el puerto de Beirut en agosto de 2020. A quienes, como ella, viven la Palabra de vida, les dice: «En el corazón sentí dolor, ira, angustia, tristeza, desconcierto. Me asaltó fuertemente la pregunta: ¿no es suficiente con todo lo que Líbano ha vivido hasta ahora? Pensaba en ese barrio arrasado, en el que nací y viví; donde parientes y amigos ahora estaban muertos, heridos o desalojados; donde edificios, escuelas y hospitales que conozco muy bien habían quedado destruidos. Procuré "estar cerca" de mi madre y mis hermanos, responder a muchísimos mensajes de tantas personas que expresaban apoyo, afecto y oración, escuchando a todos en medio de esta herida profunda que se había abierto. Quería creer y CREO que estos encuentros con quienes sufren son una llamada a responder con el amor que Dios ha depositado en nuestros corazones. Más allá de las lágrimas, descubrí una luz en muchos libaneses, muchos de ellos jóvenes, que se pusieron de nuevo en pie, a mirar alrededor y a socorrer a quienes lo necesitaban. Y me renació la esperanza al ver a jóvenes dispuestos incluso a comprometerse seriamente en política, convencidos de que la solución pasa por el camino del diálogo verdadero, de la concordia, del descubrirnos hermanos, porque lo somos».
«Dios es amor, y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él»
Una
preciosa sugerencia para vivir esta Palabra del Evangelio nos la ofrece Chiara Lubich: «Ya no se puede separar la cruz de la
gloria; no se puede separar al Crucificado del Resucitado. Son dos aspectos del mismo misterio de Dios, que es
Amor. [...] Una vez hecho el ofrecimiento, procuremos no pensar más en ello,
sino cumplir lo que Dios quiere de nosotros allí donde estamos [...]. Procuremos sobre todo amar a los demás, al prójimo que tenemos al lado. Si lo hacemos, podremos
experimentar un efecto insólito e inesperado: nuestra alma se inundará de paz,
de amor, de alegría pura, de luz. [...] Y, ricos de esta experiencia, podremos
ayudar más eficazmente a todos nuestros hermanos a encontrar la bienaventuranza
entre las lágrimas, a transformar en serenidad lo que les preocupa. Así seremos instrumentos de alegría para muchos; de felicidad, de esa felicidad que todo corazón
humano ambiciona»[1].
Leticia Magri
[1] C. LUBICH,
Palabra de vida de enero de 1984, en EAD., Palabras de vida/1 (ed. F. Ciardi),
Ciudad Nueva, Madrid 2020, pp. 292-294.
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